lunes, 27 de junio de 2011

Apología de Sócrates por Platón

Apología de Sócrates


Platón






La impresión que a vosotros, atenienses, os hayan producido mis acusadores, la ignoro; en cuanto a mí, hasta yo por poco me olvido de mí mismo: tan persuasivamente hablaban. Y sin embargo de verdad no han dicho, para decirlo de una vez, nada. Mas una de sus muchas falsedades me admiró más que ninguna: cuando decían que deberíais poneros en guardia para que no fuerais engañados por mí, que sería un orador habilidoso y temible. Pues el exponerse sin rubor a quedar en el acto refutados de hecho por mí, en cuanto me vaya mostrando y manifieste no ser en absoluto un tal orador, esto me ha parecido lo más desvergonzado por parte de ellos. A no ser que llamen, quizá, orador habilidoso y temible a quien dice la verdad, pues si lo entienden así, yo bien admitiría ser orador, y tanto, que no sería de comparar con ellos. En efecto, repito, no han dicho una sola verdad, o poco menos; de mí, en cambio, oiréis toda la verdad. Pero no ciertamente, por Zeus, atenienses, discursos bien dichos como los suyos, ordenados y compuestos con giros y vocablos escogidos. Por el contrario, oiréis dichos sin preparación ni orden, con las palabras que se me vayan ocurriendo –ya que confío en la justicia de todo cuanto he de decir – y ninguno de vosotros debe esperar de mí otro lenguaje. Pues aparte de eso temo que tampoco me sentaría bien, atenienses, que yo, a esta edad, compareciera ante vosotros como un jovencito que elabora sus discursos. Y precisamente, atenienses, una cosa os pido y os solicito encarecidamente; que si al defenderme hablo del mismo modo como acostumbro hacerlo, tanto en el ágora junto a los bancos de los cambistas, donde muchos de vosotros me habéis oído, como en otros sitios, ni os admiréis, ni me interrumpáis por tal motivo. El caso es, sabedlo, que ahora comparezco por primera vez ante un tribunal, y cuento setenta años… soy pues totalmente extraño al lenguaje habitual aquí. Y así como, si en realidad fuera un extranjero, pasaríais por alto el dialecto y el modo de hablar en los cuales me hubiera criado, así os pido ahora como equitativo –a mí al menos me lo parece – lo siguiente: que no reparéis en mi modo de hablar –tal vez peor, tal vez quizá mejor –, sino que examinéis y prestéis atención tan sólo a esto: si es justo cuanto digo o no lo es. Pues en esto consiste la excelencia del juez, como la del orador, por su parte, en decir la verdad.

Pues bien, en primer lugar será justo, atenienses, que me defienda de las primeras acusaciones falsas contra mí y de mis primeros acusadores, luego de las últimas y de los últimos. Pues he tenido ya muchos acusadores ante vosotros desde hace muchos años, y que no han dicho nada de verdad. Los temo más que a Anito y quienes lo rodean, si bien también éstos son temibles. Pero más de temer son aquéllos, atenienses, quienes tomando a muchos de vosotros desde niños, hablaban contra mí e intentaban convenceros –sin decir nada más verdadero que el resto – de que habría un tal Sócrates, hombre sabio, pensador de las cosas celestes, investigador de las subterráneas y hábil en hacer prevalecer malas razones. Tales, atenienses, los que esparcieron estas habladurías son, de mis acusadores, los verdaderamente temibles, pues quienes los escuchan se figuran que quienes investigan tales cosas no honran a los dioses. Por otra parte, estos acusadores son muchos y me acusan desde mucho tiempo atrás, y además os han hablado a vosotros en esa edad, cuando en mayor medida podíais creerles, siendo vosotros niños, algunos adolescentes, y acusaban simplemente en rebeldía a un ausente sin defensor alguno. Pero lo más desconcertante de todo es que, excepto el de algún autor de comedias, no me es posible conocer ni decir sus nombres. Mas cuantos por envidia y apelando a la calumnia intentaban persuadiros –como quienes, quizá convencidos ellos mismos, trataban de persuadir a otros – todos éstos resultan los más difíciles de tratar, porque no es posible hacer comparecer aquí ni refutar a ninguno de ellos, y es preciso que me defienda ni más ni menos que luchando contra sombras, y que refute e impugne sin que nadie responda no conteste. Conceded pues también vosotros; que dobles acusadores, repito, se han levantado contra mí: los unos, los que ahora me acusaron, los otros, aquellos que miento, los de tiempo atrás. Admitid también que es menester me defienda en primer lugar de éstos, pues también los habéis oído antes y mucho más que a los últimos.

Y bien, es menester sin más, atenienses, que me defienda y que intente, en tan breve tiempo, arrancar de vosotros el prejuicio imbuido durante tiempo tan largo. Bien quisiera que esto resultara así, si fuera de algún modo lo mejor, tanto para vosotros como para mí, y ganar algo al defenderme. Mas bien se que es difícil, y no se me oculta en lo más mínimo cuál es la situación. Mas siga esta el curso que la divinidad quiera, de acuerdo con la ley es menester que intente convenceros, pues debo defenderme.

Retomemos pues la cuestión desde el principio. ¿Cuál es la acusación de la cual surgió el prejuicio contra mí, en la cual a su vez ha confiado, supongo, Meleto al redactar esta acusación? Veamos: ¿Qué es lo que decían mis calumniadores para crear tal prejuicio contra mí? Como si fuera la acusación jurada de acusadores formales, hemos de leer su acusación: “Sócrates es culpable; se dedica, indiscreto, a investigar las cosas subterráneas y las celestes, a hacer prevalecer malas razones y a enseñar a otros estas mismas cosas”. Es así, poco más o menos. Y bien, es lo que vosotros mismos habéis visto en la comedia de Aristófanes, a un cierto Sócrates traído y llevado por la escena, que decía pasearse por el arte y hablaba muchas tonterías sobre temas de los cuales yo no entiendo ni mucho ni poco. Y no me refiero así a esta ciencia con ánimo de despreciarla, si hay alguien sabio sobre tales temas – ¡No me acuse de nuevo Meleto también por esto! –, sino porque yo con tales cosas, atenienses, no tengo nada que ver. Propongo como testigo de ello, una vez más, a la mayoría de vosotros, y os ruego os informéis y os habléis unos a otros, cuantos alguna vez me habéis oído dialogar. Muchos de vosotros estáis en tal situación; decíos pues si alguna vez me habéis oído dialogar sobre tales temas, y por ello conoceréis que del mismo tenor es lo demás que de mí dice la gente.

Pero ni nada de esto es verdad ni, si habéis oído de alguno que yo me dedico a la educación de los demás y hago dinero con ello, tampoco esto es verdad. Más en cuanto a esto, también me parece bello, si es que hay alguien capaz de educar a los demás, como Gorgias de Leontino, Pródico de Ceos e Hippias de Elis. Pues cualquiera de estos es capaz, atenienses, yendo de ciudad en ciudad, de atraer a los jóvenes –a quienes les es dado tratar por nada con quién quieran de sus conciudadanos – y persuadirlos de que abandonen el trato de estos y los sigan a ellos dándoles dinero aparte de quedarles agradecidos. Mas se encuentra aquí también otro, hombre sabio de Paros. Supe que paraba en la ciudad porque encontré un hombre, quien ha pagado a los sofistas más dinero que todos los demás juntos, a Callias, hijo de Hippónico. Pregunté pues a este, que tiene dos hijos: “Callías, le dije, “si tus hijos fueran potros o terneros, podríamos bien confiarlos a un cuidador asalariado, capaz de haceros cabales y excelentes en la correspondiente virtud; sería alguien entendido en la crianza de caballos o en las faenas del campo. Pero puesto que tus hijos son hombres, ¿a quién piensas tomar como cuidador o maestro de ellos? ¿quién es entendido en esta virtud, la virtud humana y propia del ciudadano? Pues me imagino que habrás reflexionado sobre ello, ya que tienes hijos. ¿Existe alguien –le pregunté – o no existe?” “Ciertamente”, me respondió. “¿Quién es –volví a preguntarle – y de dónde es, y cuanto cobra por su enseñanza?” “Es Eveno, Sócrates –me respondió – de Paros, y enseña por cinco minas”. Y yo estimé dichoso a Eveno, si efectiva y verdaderamente dominaba tal arte y era tan moderado en el precio. Porque lo que es yo, me sentiría ufano y me ensoberbecería si supiera tales cosas; pero el hecho es que no entiendo de eso, atenienses.


Mas alguno de nosotros podría preguntar: “¿Pero Sócrates, cual es tu ocupación? ¿De dónde han surgido esas calumnias contra ti? No habrían surgido, sin duda, de no dedicarte a algo fuera de lo común. ¿Cómo es que corren tantos rumores y tienes tal fama, si no te dedicas a algo diverso de lo que hace el común de la gente? Dinos de que se trata, para que no nos formemos de ti un juicio a la ligera y por nuestra propia cuenta”. Quien tal dijera, me parecería hablar como es debido. Intentaré pues mostraros qué es lo que me ha deparado tanto el nombre como la calumnia. Escuchadme pues. Mas quizá parezca a alguno de vosotros que bromeo. Tened bien sabido, sin embargo, que voy a deciros toda la verdad. Pues bien, atenienses, yo por nada, a no ser por una cierta sabiduría, he llegado a tener este nombre. Mas, ¿cuál es esta sabiduría? Es ésta, probablemente, una sabiduría puramente humana; en esta sabiduría, en realidad, me parece que soy sabio. En cambio esos a quienes me refería hace un momento han de ser sabios en una sabiduría superior, no a la medida del hombre, o no sé que decir de ella, pues yo al menos, de verdad, no la poseo, y todo aquel que lo afirme miente y habla para calumniarme. Y no me vayáis a interrumpir gritando, atenienses, aun cuando os parezca que hablo con presunción, pues no han de ser mías las palabras que diga; las referiré, por el contrario, a quien las pronunció, a alguien digno de fe para vosotros. Pues de mi sabiduría, si efectivamente hay alguna en mi, y de cómo ella sea, os he de citar como testigo al dios de Delfos. Conocisteis tal vez a Querefon, quien era amigo mío desde joven, amigo vuestro también y partidario del pueblo, compartió con vosotros el éxodo reciente y volvió con vosotros. Sabéis también cómo era Querefón, cuan vehemente en todo cuanto emprendía. Y así pues también, cierta vez, llegado a Delfos, osó consultar al oráculo sobre lo siguiente – de nuevo os ruego no me interrumpáis ni arméis gritería – preguntó, en efecto, si había alguien más sabio que yo. Pues bien, la pitonisa contestó que no había nadie más sabio. Y de esto su hermano aquí presente podrá daros testimonio, pues Querefón ha muerto.

Reflexionad bien por qué motivo hablo de estas cosas: porque quiero mostraros de donde ha surgido la calumnia contra mí. Pues bien, al enterarme de esa sentencia, reflexioné del modo siguiente: “¿qué quiere decir el dios, y cuál es el sentido de sus palabras oscuras? Pues yo bien tengo conciencia de no ser, en lo más mínimo, sabio. ¿Qué quiere pues decir al declarar que yo soy el más sabio? Pues por otra parte no debe mentir, ya que no le está permitido”. Y durante mucho tiempo anduve perplejo sobre que podría querer decir. Finalmente decidí, a regañadientes, en lucha con mis escrúpulos, someterlo a la siguiente indagación. Me dirigí a uno de los tenidos por sabios, con la intención de refutar así, si de algún modo era posible, al oráculo, y de mostrarle, en contra de su sentencia: “Este que aquí vez es más sabio que yo, tu en cambio a mí me declarabas el más sabio”. Al examinar a fondo a este hombre – no necesito para nada nombrarle, era uno de nuestros políticos – hice, atenienses, la siguiente experiencia: examinándolo y en dialogo con el me pareció que el hombre parecía sabio a muchos, y sobre todo se le parecía a sí mismo, pero que no lo era. Entonces intenté mostrarle que creía ser sabio pero no lo era. Como consecuencia de esto me hice odioso para este hombre y para muchos de los presentes. Alejándome pues de allí razonaba conmigo mismo: yo soy, en verdad, más sabio que este hombre; es de temer que ninguno de los dos sepa nada cabal ni que valga la pena, pero mientras el cree saber algo y no sabe, yo, si de hecho no sé, tampoco creo saberlo. Parezco pues, al menos por esta pequeñez, ser más sabio que el, por esto mismo de que aquello que no sé, tampoco me figuro saberlo. Después me dirigí a otro, a uno de los que parecían aun más sabios que aquel, y experimenté lo mismo, y entonces también me hice odioso para este y para muchos otros.

Después de estas experiencias proseguí en orden, dirigiéndome de uno a otro. Me daba cuenta, con pesar y con temor, de que me hacía odioso. Me parecía necesario, empero, colocar lo del dios por encima de todo. Era pues menester, para investigar cual era el sentido de su oráculo que me dirigiera a todos cuantos parecían saber algo. Y en verdad ¡por el perro! Atenienses –pues os debo decir la verdad – lo cierto es que experimenté algo por el estilo de esto: los que más fama tenían me parecieron a mí, que los iba indagando de acuerdo con el dios, carecer casi por completo de aquello que pudiera justificarla; en cambio otros, tenidos en menos, eran hombres más dignos por la sensatez de su comportamiento. Debo exponeros abiertamente qué camino insólito hice y cuáles trabajos sobrellevé, sólo para que el oráculo me resultara a mí totalmente irrefutable. Luego de examinar a los políticos me dirigí a los poetas, a los autores de tragedias, de ditirambos, y a los demás, en la creencia de poderme atrapa allí in fraganti como menos sabio que ellos. Elijo pues aquéllos de sus poemas que me parecen más acabados y compuestos con mayor esmero por ellos y les voy preguntando y preguntando qué habían querido decir, con miras, al mismo tiempo, de aprender algo de ellos. Me avergüenzo, atenienses, de deciros la verdad, pero con todo, es menester que os la declare: para decirlo de una vez, todos los presentes, o poco menos, se habrían expresado mejor que ellos sobre lo que ellos mismos habían compuesto. Reconocí pues bien pronto, una vez más, en el caso de los poetas, que no crean por sabiduría cuanto crean, sino por cierto don natural y poseídos de entusiasmo, como los adivinos y como los inspirados que pronuncian los oráculos; pues también éstos dicen muchas cosas bellas, pero de lo que dicen nada saben. Algo similar, me resultó patente, les sucedía a los poetas. Al mismo tiempo advertí que, debido a su actividad poética, se figuraban ser los más sabios de los hombres en las demás cosas, en las cuales no eran sabios. Me alejé pues de ellos pensando igualmente que les era superior, y por lo mismo que me daba superioridad sobre los políticos.

Por último me dirigí a los artesanos, pues de mí mismo sabía que no entendía de nada, o poco menos, y en cambio a ellos estaba seguro de encontrarlos entendidos en muchas y bellas cosas. Y en esto no me engañé, pues entendían de cosas que yo no entendía y eran, en este sentido, más sabios que yo. Sin embargo, atenienses, me pareció que también estos buenos artesanos cometían el mismo error que los poetas. Por dominar su arte, cada uno de ellos se estimaba el más sabio en otros asuntos de la mayor cuantía; y esta presunción suya velaba aquel saber efectivo. Así llegué, en fin, a preguntarme a mí mismo, en nombre del oráculo, si prefería ser como soy, ni sabio con su sabiduría, ni ignorante como ellos ignoran, o bien ser ambas cosas tal cual ellos las son, y me respondía a mí mismo y al oráculo que para mí valía más ser como soy.

La encuesta que acabo de relataros, atenienses, me deparó muchas enemistades, y tales, por cierto las más hondas y enconadas, que de ellas brotaron muchas calumnias contra mí, así este nombre de sabio que me dan. Pues resulta que los presentes, cada vez que refuto a alguno, me creen sabio en aquellos sobre lo cual muestro al otro que no lo es. Y sin embargo, atenienses, es el dios quien corre el riesgo de ser sabio y de haber querido dar a entender con su oráculo que la sabiduría propia del hombre poco y nada vale. Y parece haberlo dicho por Sócrates, mas se ha servido sólo de mi nombre para colocarme como ejemplo, cual si dijera: “Aquél entre vosotros, hombres, es el más sabio, quien, como Sócrates, reconoce que nada merece, en verdad, por su sabiduría”. Por esto yo, por mi parte, aún ahora sigo buscando y examinando, de acuerdo con el dios, tanto entre los ciudadanos como entre los extranjeros, a todo aquel que creo sabio y en cuanto no me lo parece, trato, en ayuda del dios, de hacerle ver con claridad que no es sabio. Y por esta ocupación no he tenido tiempo para dedicarlo libremente a los intereses de la Ciudad en nada digno de mención, ni a mis intereses particulares; vivo, al contrario, en extrema pobreza por el servicio del dios.

Por otra parte, algunos jóvenes que espontáneamente me suelen seguir –principalmente aquellos que más pueden disfrutar libremente de su tiempo, los hijos de los ricos – gozan al presenciar cómo examino a los hombres y, por su propia cuenta, me imitan a menudo tratando, en consecuencia, de examinar a otros. Encuentran entonces, pienso yo, buena abundancia de hombres que creen saber algo y que en verdad saben poco a nada. Mas entonces quienes son examinados por ellos se irritan contra mí, no contra sí mismos, y dicen que Sócrates es un sujeto infame como ninguno que corrompe a los jóvenes. Y si alguno les pregunta qué hace y qué enseña para corromperlos, no tienen qué decir; lo ignoran, pero para no mostrar su desconcierto echan mano de las críticas manidas contra todos los que filosofan, diciendo que “las cosas celestes y las subterráneas”, a “no creer en los dioses” y a “hacer prevalecer malas razones”. Porque la verdad, pienso, no querrían darla a entender: que quedan al descubierto como sujetos que presumen saber sin saber nada. Puesto que son, pienso, ambiciosos, atrevidos y muchos, y os hablaban de mí de un modo apasionado y persuasivo, os han colmado los oídos desde tiempo atrás calumniándome siempre con energía. Y en estas circunstancias se apoya también el ataque de Meleto, de Anito y de Licón. Meleto irritado en nombre de los poetas, Anito en nombre de los artesanos y de los políticos, Licón en el de los oradores. Por ello, como lo afirmaba al comienzo, me asombraría si pudiera arrancar de vosotros en tan poco tiempo los efectos de tanta y tan arraigada calumnia. Ahí tenéis, atenienses, la verdad. Ni os he ocultado nada al hablaros, ni nada he disimulado. Estoy bastante seguro, sin embargo, de que me hago odioso precisamente por esto, lo cual, por su parte, prueba que digo la verdad, que ésta es la calumnia contra mí y que no son otras sus causas. Y si las buscáis, sea ahora, sea más adelante, las mismas hallaréis.

Acerca pues de lo que me imputaban mis viejos acusadores, valga lo dicho como suficiente defensa ante vosotros. En cuanto a Meleto, el hombre bueno y patriota (como él dice), y a los acusadores más recientes, trataré, a más de lo dicho, de defenderme a continuación. Una vez más, como la de otros acusadores, tomemos esta vez la acusación jurado por éstos. Es más o menos como sigue: Sócrates, dice, es culpable de corromper a los jóvenes, de no reconocer los dioses que la Ciudad reconoce y de honrar divinidades nuevas. Tal esa la acusación. Examinemos cada uno de sus cargos.

Dice que soy culpable de corromper a los jóvenes. Yo por el contrario, atenienses, afirmo que Meleto es culpable, porque se permite tomar a la chacota asuntos graves, acusa a la ligera y obliga a comparecer en juicio a los demás haciendo como si se ocupara con afán y se desvelara por asuntos que nunca le importaron nada. Ven aquí, Meleto, y habla. ¿No es acaso lo que más te preocupa, el que los jóvenes resulten lo más buenos posible?

Así es.

Pues Bien, ahora di a éstos: ¿Quién los hace mejores? Es claro que has de saberlo, ya que tanto te preocupa. Y puesto que has descubierto a quien los corrompe (según dices, a mí), lo haces comparecer y lo acusas ante éstos, ve, diles quién los hace mejores y señálales quién es… ¿Ves Meleto, cómo callas y no sabes qué decir? Pues, ¿no te parece bochornoso y suficiente prueba de lo que afirmo, que nunca se te dio nada de ello? Mas habla, buen hombre, ¿quién los hace mejores?

Las leyes.

Pero no es eso lo que te pregunto, mi excelente Meleto, sino qué hombre, quien, para comenzar, ha de conocer eso mismo, las leyes.

Éstos, Sócrates, los jueces.

¿Cómo dices, Meleto? ¿Éstos aquí presentes son capaces de educar y de hacer mejores a los jóvenes?

Sin ninguna duda.

¿Todos sin excepción, o tan sólo algunos, otros no?

Todos sin excepción.

Que bueno es lo que nos das a entender, ¡por Hera! Por lo visto, hombres de provecho en abundancia. Pero de ser así, quienes han asistido como oyentes, ¿los hace mejores o no?

También ellos.

Y bien, ¿los miembros del consejo?

También los miembros del consejo.

Pero entonces, Meleto, ¿no serán los integrantes de la asamblea del pueblo quienes corrompen a los jóvenes? O bien, ¿también ellos los hacen mejores, todos sin excepción?

También ellos.

Al parecer, pues, todos los atenienses, excepto yo, hacen cabales y excelentes a los jóvenes; tan sólo yo corrompo. ¿Es esto lo que quieres decir?

Eso es precisamente lo que digo.

Pues no es poca la mala suerte que me achancas. Mas respóndeme todavía: ¿Quizá también tratándose de caballos te parece suceder así, que todos los hombres parecen ser quienes los hacen mejores, y uno solo quien los corrompe? ¿O bien todo lo contrario de eso, uno solo es capaz de hacerlos mejores, o muy pocos, los entendidos en la crianza de caballos, mientras la mayoría, si tienen que ver con caballos o los utilizan, los echan a perder? ¿No sucede así Meleto, con los caballos y con todos los demás animales y plantas? Por cierto, sin duda es así, lo queráis confesar o no, tú y Anito. Sería por cierto una gran felicidad, a propósito de los jóvenes, si uno solo los corrompiera y los demás les fueran de provecho. Pero ya has mostrado suficientemente, Meleto, que jamás has penado en los jóvenes, y claramente manifiestas tu indiferencia: que nunca te preocupó aquello por lo cual me haces comparecer

Pero dinos todavía, por Zeus, Meleto, ¿es mejor vivir entre conciudadanos buenos o perversos? Vamos, mi amigo, responde, que no te pregunto nada difícil. ¿No hacen daño los malos a quienes son en cada caso sus vecinos, y los buenos el bien?

Sin duda alguna.

Bien, ¿existe quien prefiera ser perjudicado a ser beneficiado por los de su trato? Responde, buen hombre, pues la ley manda responder.

¿Existe quién quiera ser perjudicado?

No por cierto.

Adelante pues. ¿Por qué me haces comparecer aquí, por corromper y hacer más malos a los jóvenes a sabiendas o involuntariamente?

A sabiendas, estoy seguro.

¿Cómo así, Meleto? ¿Tanto más sabio eres tú a tu edad que yo en mis años, al punto de que hayas advertido que los malos hacen siempre daño a quienes tienen más cerca, y los buenos bien, y yo, en cambio, llego a tal grado en mi ignorancia o necedad como para ignorar también esto, que si hago malo a alguno de aquellos a quienes trato, me expongo a sufrir un daño causado por él? ¿Cómo para obrar tan mal a sabiendas, según tú dices? No puedo creerlo, Meleto, y creo que ningún otro hombre tampoco, sino que, o bien no corrompo, o si corrompo, lo hago involuntariamente, de tal modo que tú mientes en ambos casos. Si, empero, corrompo involuntariamente, no es el caso de hacer comparecer aquí a quienes cometen tales faltas involuntarias, sino de instruirlos y reprenderlos en privado. Pues es claro que, una vez advertido, cesaré de hacer aquello que cometo involuntariamente. Tú, empero, has evitado y no has querido buscar mi trato para advertirme, y me haces comparecer aquí, donde es ley traer a los que carecen de castigo, mas no a quienes necesitan amonestación.

Pero ya es manifiesto, atenienses, lo que yo decía, que Meleto jamás se preocupó, ni mucho ni poco, de tales cosas. Con todo, dinos: ¿Cómo, a tu entender, corrompo a los jóvenes? ¿No es a tu entender, según la acusación presentada por ti, que corrompo enseñando a no reconocer los dioses que re conoce la Ciudad, sino otras divinidades nuevas? ¿No quieres decir acaso que corrompo enseñando tales cosas?

En efecto, eso es lo que afirmo con toda energía.

Y bien, Meleto, por estos dioses, de los cuales ahora es cuestión, háblanos con mayor claridad, a mí y a los hombres aquí presentes. Porque yo no alcanzo a comprender si afirmas que yo enseño a creer que existen ciertos dioses –y entonces yo mismo creo que hay dioses y no soy totalmente ateo ni culpable en tal sentido – aunque no precisamente los que reconoce la Ciudad, sino otros, y esto es lo que me reprochas, que sean otros, o bien si afirmas que yo mismo no reconozco absolutamente dioses, y tal cosa enseño a los demás.

Eso es lo que quiero decir: que no reconoces en absoluto dioses.

Admirable Meleto, ¿para qué dices eso? ¿No pienso quizá que el sol ni la luna sean dioses, como los demás hombres?

No, por Zeus, vosotros jueces, no los tiene por dioses; si dice que el sol es una piedra y que la luna es tierra.

¿A Anaxágoras crees estar acusando, querido Meleto? Y, ¿tanto desprecias a los presentes, y por tan poco leídos los tienes, como para pensar que no saben que los libros de Anaxágoras de Clazómenas están llenos de tales aserciones? Y en verdad, ¿también los jóvenes aprenderían de mí eso, que a veces podrían comprar en la orquestra cuanto más por una dracma, y reírse de Sócrates, si quisiera presentarles tales asertos como suyos, tratándose, por otra parte, de doctrinas tan originales? Pero en fin, ¿tal te parezco, por Zeus, que no creo que exista ningún dios?

No ciertamente, por Zeus, ni en lo más mínimo.

Incrédulo eres tú, Meleto, y tal, según me lo pareces, que no te crees ni a ti mismo. Porque éste, atenienses, me parece desmedido e insolente, y creo que ha redactado esta acusación simplemente debido a su falta de mesura, a su insolencia y a la temeridad de sus pocos años. Pues obra como quien quisiera ponerme a prueba componiendo un acertijo: ¿Caerá en la cuenta Sócrates, el muy sabio, de que bromeo contradiciéndome a mí mismo, o lograré engañarlo a él y a los oyentes además? Pues para mí es evidente que éste se contradice en la acusación. Es como si dijera: “Sócrates es culpable de no reconocer dioses, pero reconociendo dioses”. Y esto sólo puede decirlo quien travesea como un niño.

Vosotros, atenienses, considerad conmigo por qué es evidente para mí que eso es lo que quiere decir; tú, Meleto, has de responder a mis preguntas. Mas vosotros tened presente lo que os pedí al comienzo, y no me interrumpáis con griterías si le pregunto del modo como yo acostumbro.

¿Hay algún hombre, Meleto, que crea en la existencia de lo humano, pero no crea que hay hombres?… Que responda, señores, y que nadie arme gritería ni interrumpa, de un modo u otro. ¿Existe quien no crea que existan caballos, pero sí crea en los servicios que nos prestan, o bien quien no crea que existan flautistas, pero sí crea en el arte que ellos ejercitan? No hay tal, tú, eximio entre los hombres; si no quieres responder, yo te lo digo, a ti y a éstos aquí presentes. Pero responde al menos la siguiente pregunta: ¿Hay quien crea en la existencia de las cosas demoníacas, pero no crea en los demonios?

No hay tal.

Qué bien de tu parte, que hayas respondido, aunque a regañadientes y obligado por los aquí presentes. Pues bien, afirmas que yo creo en cosas demoníacas y que lo enseño; sean nuevas o viejas, creo en cosas demoníacas al fin, según tus propias palabras, y esto lo has jurado también en tu acusación escrita. Mas si creo en cosas demoníacas, es harto necesario que yo crea también en demonios. ¿No es así? Así es, por cierto. Doy por sentado que lo concedes, puesto que callas. Los demonios, por su parte, ¿no los consideramos, o bien dioses, o hijos de los dioses? ¿Si o no?

Sí, por cierto.

En tal caso, si creo en demonios, como tú dices, y los demonios son una especie de dioses, esto sería aquello sobre lo cual yo afirmo que tú propones acertijos y bromeas: declarar que no creo en los dioses y luego que creo en ellos, puesto que creo en demonios. Si por otra parte los demonios son de algún modo hijos ilegítimos de los dioses, nacidos de ninfas o de otras mujeres, de quienes también se los tiene por hijos, ¿quién entre los hombres admitiría la existencia de hijos de los dioses pero no admitiría la existencia de los dioses? Del mismo modo sería imposible que alguien pensara que hay hijos de yeguas o burras, los mulares, pero no admitiera que existen caballos y asnos. No puede ser pues, Meleto, que no hayas redactado tu acusación con el propósito de someternos a una prueba o bien desconcertado al no encontrar, para enrostrarme, ninguna verdadera culpa. Mas, que puedas convencer a alguien, aun a un hombre de muy poco entendimiento, de que uno y el mismo hombre admita cosas demoníacas y cosas divinas, y luego que el mismo no admita ni demonios ni dioses, ni héroes, eso te será totalmente imposible.

Pues bien, atenienses, para mostrar que no soy culpable según el tenor de la acusación de Meleto, no me parece que haga falta una dilatada defensa, sino suficiente la que acabo de hacer. Mas aquello que os decía al comienzo, que surgió contra mí gran enemistad y por parte de muchos, eso, sabedlo bien, es verdad. Y eso ha de ser lo que me pierda si resulto condenado, no Meleto, ni Anito, sino el prejuicio y la envidia de muchos contra mí, aquello que ha perdido a muchos hombres buenos y que también, pienso, alcanzará a otros, pues no es de temer que se detenga en mí.

Pero quizá alguien podría decirme: “¿Y qué, Sócrates, pues no te avergüenzas de haberte dedicado a tal ocupación, que por ella corres ahora peligro de muerte?” A quien esto me dijera yo le opondría, con palabras justas, la siguiente respuesta: “No dices bien, amigo, si piensas que un hombre, por poco que sirva para algo, deba tomar en cuenta el peligro de jugarse la vida y no antes bien considerar tan sólo, cada vez que obra, si lo que hace es justo o no lo es, y si su acción es propia de un hombre valiente o cobarde. Ineptos y poco sensatos habrían sido –al menos según lo que has dicho – cuantos semidioses murieron en Troya, en primer lugar el hijo de Tetis, quien a tal punto desprecio el peligro confrontado con la deshonra, que obró de este modo: su madre, que era una diosa, le dijo a él, presto ya y ansioso por matar a Héctor, aproximadamente así, si mal no recuerdo: “Hijo mío, si vengas la muerte de tu camarada Patroclo matando a Héctor, tú mismo morirás, pues la muerte te seguirá, fatal” –le dijo – “a la de Héctor al instante”. Oído esto, Aquiles despreció el peligro y la muerte; y temeroso antes bien de vivir como un cobarde por no vengar a los amigos, “Muera al instante”, –le respondió – “luego de castigar al culpable, y no quedarme aquí dentro, junto a las corvas naves, ludibrio de todos, peso muerto sobre la tierra”. ¿Podrías pensar, acaso, que se preocupó del peligro y de la muerte?

Porque así es en verdad, atenienses: que en el puesto donde cada uno se haya colocado a sí mismo por considerarlo mejor o más honroso, o donde lo haya colocado su jefe militar, allí debe mantenerse firme y arrostrar el peligro, sin tener en cuenta ningún mal, ni la muerte ni cosa alguna, nada, más que el deshonor. Pues bien, yo habría obrado muy mal, atenienses, si mientras en aquellas oportunidades, cuando los jefes que vosotros elegisteis para que me mandaran en Potidea, en Anfípolis y en Delión me asignaron un puesto, me mantuve en él como cualquiera y expuse la vida, en cambio cuando el dios me asignó un puesto, cual hube de pensar y aceptar, que debía vivir filosofando y examinándome a mí mismo y a los demás, entonces pues, temeroso de la muerte o de alguna otra consecuencia, hubiera abandonado la línea. Muy mal obraría por cierto, y en verdad, en tal caso cualquiera podría con justicia hacerme comparecer en juicio por no creer en los dioses, pues desobedecería la sentencia del oráculo, temería la muerte y me figuraría ser sabio sin serlo. Pues el temer a la muerte, atenienses, no es otra cosa que creerse sabio sin serlo, ya que es imaginarse que uno sabe lo que no sabe. Nadie sabe, en efecto, si la muerte no es para el hombre el mayor de los bienes; la temen, sin embargo, como si supieran con certeza que es el mayor de los males.

¿Y cómo no ha de ser esto ignorancia, y la más reprensible, la de figurarse uno saber lo que no sabe? Mas yo, atenienses, también en este caso difiero quizá en esto de la mayoría de los hombres, y si osara llamarme en algo más sabio que algún otro, en esto sería; que si no sé lo suficiente sobre las cosas del Hades, así también pienso que no lo sé. Pero en cambio, que cometer injusticia y, precisamente, desobedecer a uno mejor, sea dios u hombre, que esto es malo y deshonroso, bien lo sé. Así pues, por los males que sé cabalmente son males no he de temer ni huir nunca aquello que no sé si acaso no es un bien. Por ello, ni aun en el caso de que me absolvierais desoyendo a Anito, quien dijo era preciso, o bien no hacerme comparecer en absoluto ante vosotros, o bien, puesto que había comparecido, no había más que condenarme a muerte, alegando que si me escapaba de ésta, vuestros hijos, al dedicarse entonces a lo que Sócrates enseña, llegarían a corromperse enteramente todos ellos. Si me dijerais pues, en contra de tal alegato: “Sócrates, por esta vez no haremos caso de lo dicho por Anito, sino que reabsolvemos, bajo la condición, empero, de no proseguir tu indagación y de no filosofar más; pero si eres atrapado otra vez dedicado a ello, morirás”. Si me absolvierais, repito, bajo tales condiciones, os diría: “Yo, atenienses, os estimo y os quiero bien, pero he de obedecer más l dios que a vosotros y mientras aliente en mí la vida y sea capaz, no cesaré ni cejaré, en modo alguno, de filosofar ni de amonestaros ni de haceros ver con claridad, dirigiéndole a quienquiera de vosotros que encuentre, palabras tales como las que acostumbro: “Ateniense, el mejor de los hombres, ciudadano de la Ciudad más grande y de la más ilustre en las artes y por su poderío, ¿no te avergüenzas de preocuparte, tratándose de riquezas, de cómo acrecentar cuanto más la tuya, y también tratándose de la fama y de los honores, pero en cambio, tratándose de tu juicio, de la verdad y del alma, no te preocupas de mejorar ni piensas qué será lo mejor?” Y si alguno de vosotros disiente y me replica, afirmando que él se preocupa, no le dejaré marcharse sin más ni me iré yo, sino que lo interrogaré, lo examinaré y lo refutaré, y si no me parece que posee la virtud, sino sólo aparentarlo, le reprocharé que da lo más valioso por poco y toma lo que poco vale por mucho más. Esto es lo que manda el dios, sabedlo bien, y yo creo que nunca os fue deparado en la ciudad un bien mayor que éste mi servicio del dios. No es otra cosa lo que hago, andando de un lado para otro, que iros persuadiendo a vosotros, jóvenes o viejos, de que no os preocupéis ni del cuerpo ni de las riquezas antes no con tanto afán como del alma y de cómo volverla mejor, diciéndoos que “no es de la riqueza de donde deriva la virtud, sino la virtud lo que hace a la riqueza y a todo el resto un bien para el hombre, tanto en el orden privado como en el público”. Si corrompo a los jóvenes por decir tales cosas, sería preciso concluir que son nocivas, pero si alguien afirma que yo digo otras cosas y no éstas, no dice la verdad. De acuerdo con esto, atenienses –os diría – seguid a Anito o no lo sigáis, absolvedme o no me absolváis, que en cuanto a mí, abrigad la convicción, no podría obrar de otro modo, aunque hubiera de morir mil veces”.

No arméis esa gritería, atenienses, sino sed constantes en lo que os pedí, de no interrumpirme ni armar alboroto por lo que yo diga, sino de prestarme atención; pues, según yo pienso, os será también de provecho el escucharme. Tengo todavía algunas cosas que os podrían dar ganas de gritar, pero no, de ningún modo lo hagáis. Sabed bien que, si me hacéis morir, siendo yo un hombre tal como digo serlo, no me dañaréis más a mí que a vosotros mismos; pues a mí ni Meleto ni Anito podrían perjudicarme en lo más mínimo. No está en su poder hacerlo, en efecto, pues a mi entender no es dable ni permitido que el hombre bueno sea dañado por el malo. Bien pueden tal vez hacerme morir, o desterrar, o privar de los derechos cívicos. Sólo que éste, quizá, y algún otro, consideran como grandes males tales cosas. Pero yo no las juzgo así, sino considero mucho más malo hacer lo que éste hace ahora: procurar que un hombre muera injustamente. Pues bien, atenienses, lejos de hablar ahora en mi propia defensa, como alguien podría pensar, lo hago en defensa de vosotros, para que no faltéis en algo contra el don recibido del dios, condenándome. Pues si me hacéis morir, no encontraréis fácilmente otro como yo, literalmente puesto en la ciudad por el dios –aunque éste sea un modo risible de hablar – como tábano sobre un caballo grande y noble, pero que, lerdo por su mismo tamaño, necesita ser aguijoneado. Así pues, como tal me parece que el dios me ha colocado en la ciudad; que os despierto, os persuado y os reprocho, a cada uno, y no ceso durante todo el día de posarme en todas partes. No os será deparado otro igual, atenienses. Por ello, si me hacéis caso, soltadme. Vosotros podéis bien, molestos como quienes son despertados durante el sueño, darme un golpe, prestando oídos a Anito, y matarme sin más, de tal manera que pasaríais el resto de vuestra vida durmiendo, si el dios, dolido por vosotros, no os enviara algún otro. Que soy de tal índole, como sólo alguien dado por el dios puede serlo, podríais conocerlo por lo siguiente: que no parece humano este abandono mío de mis propios asuntos y este dejar descuidadas mis cuestiones domésticas durante tantos años por obrar siempre en pro de vosotros, dirigiéndome en privado a cada uno, como un padre o un hermano mayor, persuadiéndole de preocuparse por la virtud. Y si yo sacara alguna ventaja de tales trabajos y amonestara por recibir algún pago, mi conducta tendría entonces alguna justificación. Mas ahora podéis ver vosotros mismos cómo mis acusadores, asó como descaradamente me acusaron de todo lo demás, llegaron también, en su desfachatez, al extremo de afirmarlo, pero no les fue posible presentar un testigo de que yo alguna vez haya hecho dinero o exigido pago. Suficiente testigo es en cambio el que yo traigo de que digo la verdad: mi pobreza.

Quizá pueda parecer extraño que yo, por aconsejar en privado a cada uno, ande atareado de un lado para otro y me mezcle en los asuntos de los demás, pero no ose aparecer públicamente, subir a la tribuna ante la multitud y aconsejar a la Ciudad. La causa de esto es aquello que vosotros me habéis oído mentar más de una vez y en diversas situaciones, que yo experimento algo divino y demoníaco, [como una voz], aquello que Meleto ha mentado también, en son de burla, en su acusación. A mí esto me sucede desde niño; surge una voz y toda vez que lo hace me aparta de aquello que estoy a punto de emprender, pero nunca me incita. Esto es lo que se opone a que yo actúe en política y, según me lo parece, con mucha razón. Pues sabed bien, atenienses, que si desde tiempo atrás me hubiera dedicado a las cuestiones públicas, hace tiempo que hubiera sucumbido, y ni a vosotros os hubiera sido de provecho en nada, ni a mí mismo tampoco. Y no os irritéis conmigo por deciros la verdad. Porque no hay ningún hombre que pueda salvarse si se opone franca y noblemente a vosotros o a otra multitud cualquiera para impedir que se cometa en la Ciudad muchas injusticias y acciones ilegales. Es necesario, en cambio, para quien quiera efectivamente luchar por la justicia –si quiere sobrevivir, aunque sea algún tiempo – actuar en privado y no en público.

Os presentaré, en cuanto a mí toca, pruebas muy sólidas de esto, y no palabras, sino lo que vosotros estimáis: hechos. Escuchad pues lo que me ha sucedido, para que sepáis que no hay hombre alguno ante quien yo pueda ceder contra lo justo por temor de la muerte, sino al contrario, que por no ceder moriría. Os hablaré con jactancia y en estilo forense, pero con verdad. Y bien, atenienses, yo nunca ejercí mando alguno en la Ciudad, pero fui miembro del consejo una vez. Y se dio la circunstancia de que la tribu Antioquida, la nuestra, ejerciera la pritanía, cuando vosotros decidisteis –en contra de la ley, como ulteriormente os pareció a todos vosotros – que los diez generales que no habían recogido a los caídos en batalla naval fueran juzgados, no uno a uno, sino todos juntos. Entonces yo fui el único de los pritano que se opuso a que hicierais algo en contra de la ley, y voté en contra. Y aunque los oradores estaban dispuestos a denunciarme y hacerme arrestar sin más, aunque vosotros apremiabais a gritos, consideré que debía arrostrar el peligro junto a la ley y a lo justo antes de unirme a vosotros en decisiones injustas por temor de la prisión o de la muerte. Y esto acaeció cuando todavía era democrático el gobierno de la Ciudad. Luego que advino la oligarquía, los treinta me mandaron llamar una vez a la rotonda con otros cuatro, y nos ordenaron ir a traer de Salamina, para darle muerte, a León de Salamina, del mismo modo como encomendaban a muchos la ejecución de tantas órdenes, porque querían implicar al mayor número posible en su responsabilidad. Entonces yo demostré otra vez, no con palabras, sino de hecho, que a mí la muerte –si no resulta demasiado cruda la expresión – no me importa absolutamente nada, pero que el no hacer nada injusto ni impío, esto sí me importa en todo sentido. A mí, en efecto, aquel gobierno no me atemorizó tanto – con todo lo violente que era – como para hacerme ejecutar algo tan injusto. Por el contrario, luego que abandonamos la rotonda, los otros cuatro sí se dirigieron a Salamina, de donde trajeron a León, yo en cambio me alejé camino de mi casa. Probablemente hubiera muerto por esto, si el gobierno no hubiese caído poco tiempo después. Y muchos podrán ser testigos de estos hechos ante vosotros.

¿Creéis, acaso, que yo habría llegado a vivir tantos años, si me hubiera dedicado a los asuntos públicos y, dedicándome a ellos como un hombre bueno, hubiera defendido lo justo y, como es debido, lo hubiera colocado por encima de todo? Ni mucho menos, atenienses. Ni tampoco ningún otro hombre. Mas en cuanto a mí, si alguna vez actué públicamente, se encontrará que tal he sido, y así en mi actuación privada el mismo, tal en ambos casos, que nunca he cedido a ninguno en anda contra lo justo, ni a ninguno cualquiera ni a ninguno de éstos, a quienes mis calumniadores llaman discípulos míos. Yo no he sido jamás maestro de nadie; mas si alguno desea oírme hablar cuando yo cumplo lo que a mí me toca, sea joven o viejo, yo nunca me he sustraído a ninguno y ni es que yo dialogue por dinero, no que por no recibirlo deje de hacerlo, sino que tanto al rico como al pobre, del mismo modo me ofrezco para que me pregunte como así también para que, respondiéndome, oiga lo que yo pueda decirle. Y si de ellos alguno resulta hombre cabal y de provecho, o no resulta así, no sería equitativo hacerme responsable de ello, pues ni prometí nunca a nadie aprendizaje alguno ni jamás he impartido enseñanza. Pero si alguno afirma que alguna vez ha aprendido o escuchado de mí en privado algo que no hayan escuchado cualesquiera otros, sabed bien que no dice la verdad.

Mas, ¿por qué pues se complacen algunos en pasar tanto tiempo en mi compañía? Lo habéis oído, atenienses, os dije toda la verdad: porque gozan al presenciar cómo examino a quienes creen ser sabios, pero no lo son. Pues no deja de ser grato. Pero a mí, tal cual lo afirmé y lo repito, me ha sido ordenado por el dios hacer esto, mediante oráculos, mediante ensueños, por todos los medios como una divina providencia alguna vez pueda haber ordenado a un hombre cumplir algo. Esto, atenienses, es tan verdadero como fácil de someter a prueba. Pues si en verdad yo corrompo a algunos jóvenes y a otros los he corrompido, forzoso sería que, si algunos de ellos, llegados a mayor edad, hubieran advertido que yo les había aconsejado algo malo en su temprana juventud, ahora se levantaran para acusarme y vindicarse. Y si no quisieran hacerlo ellos mismos, algunos de sus familiares, padres o hermanos, u otros de sus allegados, si yo hubiera hecho daño a aquéllos de sus próximos, deberían tenerlo presente ahora y vindicarlos. En todo caso veo a muchos de ellos presentes aquí, en primer lugar a Critón aquí presente, camarada de mi edad y del mismo demo que yo, padre de Critóbulo aquí presente, Lisanias de Efesto, padre de Esquines aquí presente, Antifón de Cefisia, padre de Epigenes; otros también, cutos hermanos han cultivado mi trato, como Nicostrato, hijo de Teozóides, hermano de Teodoto –y Teodoto ha muerto, de modo que él al menos no podría influir sobre Nicostrato para que callara – y Paralo, hijo de Demódoco, de quien era hermano Teages; y Adamanto, hijo de Aristón, de quien es hermano Platón aquí presente, y Ayantodoro, de quien es hermano Apolodoro aquí presente. Y muchos otros puedo nombraros, de los cuales alguno, por lo menos, debería haber citado Meleto como testigo durante su propio discurso. Si lo olvidó entonces que lo cite ahora –le cedo mi lugar – y que hable, si tiene algo que aducir en este sentido. Pero os encontrareis, atenienses, con todo lo contrario; todos están dispuestos a ayudarme, a mí, el corruptor, el que ha hecho daño a sus familiares, como dicen Meleto y Anito. Pues si los corrompidos mismos podrían tener un motivo para ayudarme, sus familiares, hombres de mayor edad a quienes no he corrompido, ¿qué otro motivo podrían tener para ayudarme, excepto la recta y justa razón de saber que Meleto miente y que yo digo la verdad?

Y bien, atenienses, lo que yo tendría que decir para defenderme se reduce más o menos a estas cosas y quizá otras del mismo tenor. Es posible que alguno de vosotros sienta indignación al acordarse de su propia conducta si, al sufrir un proceso, y mucho menos grave que éste, rogó e imploró a sus jueces con abundantes lágrimas, hizo comparecer a sus hijos pequeños para inspirar la mayor compasión posible, y a otros de sus familiares, y a muchos amigos, y en cambio yo no haré nada de eso, por lo que se ve, y eso que estoy corriendo, como le parecería a él, el postrero y máximo peligro. Es posible que alguno, al pensar estas cosas, más se encone contra mí y que, irritado por esos mismos motivos, deposite con ira su voto. Y digo, si alguno de vosotros experimentara tales sentimientos, pues por mi parte no lo creo; pero si no obstante hubiera alguno, me parecería hablarle como es debido diciéndole: “Yo, buen hombre, también tengo, por supuesto, algunos familiares. También para mí vale aquello de Homero, que yo tampoco provengo “de árbol o de piedra”, sino de seres humanos, de modo que tengo familia, y también hijos, tres, uno ya jovencito, los dos restantes niños todavía. Sin embargo, no he hecho comparecer a ninguno de ellos para rogaros me absolváis”. ¿Por qué, pues, no haré nada de eso? No es por soberbia o por terquedad, atenienses, ni porque os desprecie. Que sea capaz de mirar a la muerte cara a cara o no lo sea, es otra cuestión, dejémosla. Pero de todos modos, en lo que toca al buen nombre, tanto al mío como al de la Ciudad toda, no me parece bien hacer nada de eso, ni en mis años, ni dado este nombre que tengo, pues sea éste verdadero o falso, de todos modos es opinión general que Sócrates se distingue por algo del común de la gente. Pues si aquéllos de vosotros, reputados superiores por la sabiduría, por el valor o por cualquier otra virtud, se comportaran de ese modo, sería vergonzoso. Sin embargo tales he visto más de una vez, a sujetos reputados de ser algo, hacer cosas increíbles cuando son juzgados, como si hubieran de padecer una desgracia tremenda en caso de morir, tal como si hubieran de ser inmortales en caso de que vosotros no los hicierais morir. Tales hombres me parecen cubrir de deshonra a la Ciudad, al punto de que algún extranjero podría llegar a suponer que quienes se distinguen por la virtud entre los atenienses, aquéllos elegidos por sus propios conciudadanos para los cargos públicos y para los demás honores, en nada se distinguen de las mujeres. Y bien, atenienses, tales cosas no deben hacerlas quienes en alguna medida tienen fama de ser algo; ni hacerlas vosotros si sois juzgados, ni como jueces permitirlas, si las hacemos nosotros. Debéis demostrar, por el contrario, que estáis dispuestos a condenar antes bien a quienes representa esas deplorables escenas que al que se comporta con calma.

Pero aparte del buen nombre, atenienses, no me parece tampoco justo ni suplicar al juez, no por haber suplicado ser absuelto, sino informar al juez y convencerle. Pues el juez no ocupa su sitial para hacer de la justicia un favor, sino para discernir lo justo, y ha prestado juramente de no hacer favor a quien le parezca, sino de administrar justicia de acuerdo con las leyes. De tal manera que, ni nosotros debemos acostumbraros al perjurio, ni vosotros dejaros acostumbrar, pues entonces ni jueces ni acusados obraríamos piadosamente. No pretendáis pues de mí, atenienses, que haga ante vosotros lo que no considero ni bello ni justo, ni piadoso, sobre todo, ¡por Zeus!, acusado de impiedad por el Meleto éste. Pues es evidente que si yo os persuadiera, forzándoos mediante súplicas en contra de vuestro juramento, os estaría enseñando a no creer en la existencia de lo dioses y sencillamente, al defenderme, me acusaría a mí mismo de no creer en ellos. Pero no es así, ni mucho menos. Creo en ellos, atenienses, como ninguno de mis acusadores, y confío a vosotros y al dios el decidir sobre mí según sea para mí lo mejor y para vosotros.



Para que no me indigne, atenienses, por lo sucedido –que vuestro veredicto ha sido de culpabilidad – contribuyen muchos motivos, entre otros, que no era inesperado para mí. Mucho más me admira el número de votos en uno y otro sentido, pues por mi parte no creí que la diferencia fuera tan pequeña, sino mucho mayor. Al contrario, si sólo 30 votos, por lo visto, se hubieran inclinado a mi favor, habría salido absuelto. De Meleto opinaría que, aun así, he escapado. Y no sólo me escapo de él, sino que, como salta a la vista de cualquiera, si Anito y Licón no se hubieran presentado para acusarme, sería a más deudor de mil dracmas por no haber reunido un quinto de los sufragios.

Bien; mi acusador solicita para mí la pena de muerte. Y yo a mi vez, atenienses, ¿qué pena propondré? Por supuesto la que merezca. ¿Cuál pues? ¿Qué debo pasar o pagar por ello, porque no se me dio por llevar una vida tranquila, sino que despreocupándome de aquello que desvela al común de los hombres –cómo ganar más, cuidar mejor sus intereses domésticos, ocupar mandos militares, destacarse en las asambleas del pueblo, ocupar otras magistraturas, actuar en camarillas políticas y tomar partido en las revueltas producidas en la Ciudad – por considerarme demasiado probo y escrupuloso para salvar la vida en tales lances, no emprendí ningún camino por el cual no os hubiera sido de provecho ni a vosotros ni a mí mismo, sino que, dirigiéndome en privado a cada uno he intentado hacerle el mayor de los servicios, como yo lo entiendo, al tratar de persuadir a cada uno de vosotros de que no se preocupe de lo suyo en nada antes que de sí mismo, y de cómo llegar a ser tan cabal y sensato como sea posible, ni de los hechos de la Ciudad antes que de la Ciudad misma, y de preocuparse así de lo demás según este mismo criterio? ¿Qué es pues lo que merezco pasar por haberme comportado así? Ha de ser algo bueno, atenienses, si he de proponer una pena que en verdad concuerde con mi merecimiento; y algo de tal naturaleza, que convenga a mi condición. Pues bien, ¿Qué conviene a un benefactor pobre que necesita tiempo libra para amonestaros? Nada hay, atenienses, que pueda convenir mejor a hombre de tal índole, como alimentarme en el pritáneo; y mucho más a él que a uno de vosotros cuando con su caballo de carrera, su pareja o su cuadriga ha vencido en los juegos olímpicos. Porque éste logra sólo que parezcáis felices, yo en cambio que lo seáis; porque aquél no carece de sustento, y yo bien lo necesito. Si es preciso que yo estime lo que en justicia merezco, esto propongo: ser alimentado en el pritáneo.

Mas quizá al decir estas cosas os parezca que hablo así, como cuando menté los lamentos y las súplicas, obstinado en mi soberbia. Pero no es éste mi ánimo, atenienses; lo que me anima es más bien como sigue. Estoy convencido de no cometer injusticia contra nadie, al menos voluntariamente; no puedo, empero, convenceros de ello, pues sólo hemos dialogado durante breve tiempo. Creo, en efecto, que si vosotros tuvierais por ley, como en otros pueblos, no fallar nunca un proceso capital en un solo día, sino en varias audiencias, os habríais convencido; pero no es hacedero apartar de sí en tan poco tiempo tamañas imputaciones. Convencido pues, como lo estoy, de no haber cometido injusticia contra nadie, tampoco voy a cometer una contra mí mismo por cierto, a declarar contra mí que merezca castigo, a proponer algo por el estilo contra mí. ¿Qué puedo temer? ¿Que haya de pasar lo que Meleto propone para mí, aquello que yo afirmo no sé si es un bien o es un mal? ¿He de elegir, en lugar de eso, alguno de aquellos que yo bien sé que son males, para proponérmelo como pena? ¿Prisión, por ejemplo? Pero, ¿por qué he de vivir en la prisión, esclavo de los magistrados que vayan ejerciendo la autoridad, los once? Quizá, entonces, una multa, y prisión hasta que la haya saldado? Mas esto equivaldría a lo que decía hace un momento, ya que no tengo dinero para pagarla. Pero entonces, ¿propondré el destierro? Esto, quizá, es lo que vosotros propondríais para mí. Mas un irresistible apego a la vida debería dominarme, atenienses, si a tal punto me encontrara ofuscado que no pudiera calcular que si vosotros, mis conciudadanos, no fuisteis capaces de soportar mis pláticas y mis dichos, que os resultaron, por el contrario, pesados y odiosos al punto de moveros a buscar desembarazaros de ellos, ¿otros acaso los soportarían mejor? De ningún modo, atenienses. ¡Bella sería mi vida! Expatriarme viejo como soy y errar, mudándome de una ciudad a otra, expulsado de todas. Pues sé muy bien que, allí donde vaya, los jóvenes acudirán a escucharme, como aquí, y que, si los rechazo, ellos por sí mismos me harán expulsar persuadiendo a los mayores, y si no los rechazo, serán entonces sus padres y sus familiares quienes lo harán a causa de ellos.

Mas alguien podría decirme: “Pero Sócrates, si callaras y llevaras una vida sosegada, ¿no te sería posible vivir en el destierro? Esto es, precisamente, lo más difícil de hacer admitir a algunos de vosotros. Pues si digo que esto sería desobedecer al dios y que por ello no puedo llamarme al sosiego, no me lo creeréis, pensando que ironizo una vez más. Si por otra parte digo que es realmente un bien para el hombre, y aun el mayor bien, el discurrir cada día sobre la virtud y sobre los demás temas, en torno a los cuales me oís discurrir y examinarme a mí mismo y a los demás, y que la vida sin examen no merece ser vivida, esto me lo creeréis menos todavía. Pero esto es ciertamente así, atenienses, como yo lo afirmo, sólo que no es fácil convenceros de ello. Considerad también que al mismo tiempo yo no me he acostumbrado a considerarme merecedor de algo malo. En efecto, si tuviera fortuna, propondría una multa tan elevada como la suma que pudiera desembolsar, ya que en nada me dañaría eso; pero el hecho es que no tengo dinero. A no ser que vosotros quisierais estimar la multa en la suma que yo pudiera satisfacer. Bien podría pagaros, quizá, una mina de plata. Pues bien, propongo dicha suma.

Mas Platón aquí presente, con Critón, Critóbulo y Apolodoro, me apremian para que proponga treinta minas, y se ofrecen como garantes. Propongo pues esa suma, de la cual ellos serán fiadores solventes ante vosotros.



Por no aguardar un plazo bien breve, atenienses, tendréis la fama, por obra de quines quieran injuriar a la Ciudad, y arrastraréis para ello la culpa de haber dado muerte a Sócrates, varón sabio, pues dirán que soy efectivamente sabio, aunque no lo soy, quienes algo quieran reprocharos. Si hubierais aguardado un poco, en efecto, lo que acabáis de decidir habría ocurrido por sí mismo. Bien podéis verlo por mi edad; como avanzado en la vida así me encuentro cerca de la muerte. Pero no digo esto para todos vosotros, sino para quienes votaron por mi muerte. A ellos mismos va dirigido también lo que sigue. Quizá creéis, atenienses, que yo sucumbo falto de discursos tales que hubiesen podido persuadiros, si hubiera creído que hacía falta hacer o decir cualquier cosa, lo que fuera, con tal de escapar a la condena. Nada de eso. Me faltó ago, sí, pero no discursos, sino osadía y descaro, y además voluntad para deciros cosas de tal tenor cuales vosotros con mayor agrado habríais escuchado: Sócrates lamentándose y gimiendo, diciendo y haciendo mil cosas igualmente indignas de mí, como yo lo afirmo, cosas tales como estáis por cierto acostumbrados a oír de otros acusados. Pero ni entonces creí forzoso hacer, ante el peligro, nada indigno de un hombre libre, ni ahora me arrepiento de haberme defendido de ese modo; antes bien, prefiero haberme defendido tal como lo he hecho y morir, que conservar la vida si me hubiera defendido de aquel modo otro modo. Nadie debe, en efecto, ni en los tribunales ni en la guerra, ni yo ni ningún otro debe componérselas para escapar de la muerte apelando a todos los recursos, sin reparar en nada. También en los combates resulta claro que uno podría escapar al menos de la muerte arrojando las armas y suplicando humildemente a sus perseguidores. Y hay muchos otros medios para escapar de la muerte en cada clase de peligros, si uno no tiene reparos de apelar a todos los recursos de palabra y de hecho. Mas me temo que no sea esto precisamente lo difícil, atenienses, escapar de la muerte; mucho más arduo es, por el contrario, escapar de la maldad, pues corre más veloz que la muerte. En este caso yo, lento y anciano como soy, resulto alcanzado por el más lento, mientras mis acusadores, vigorosos y ágiles, son alcanzados por el más veloz, la maldad. Yo ahora he de salir de aquí condenado, como lo he sido, a muerte por vosotros; ellos sentenciados a maldad e injusticia perpetuas por la verdad. Yo me atengo a mi pena, ellos a la suya. Quizá hasta era preciso que resultara de este modo, y creo que, así, no deja de ser cabal.

A continuación deseo vaticinaros algo a vosotros, los que me habéis condenado. Pues piso el umbral desde donde los hombres mejor vaticinan: cuando están a las puertas de la muerte. Sostengo, pues, vosotros habéis determinado mi muerte, que poco después de mi muerte recibiréis un castigo mucho más grave que el que me habéis deparado al condenarme. Lo habéis hecho en la creencia de que así os dispensaríais de rendir cuenta de vuestra vida, pero os resultará todo lo contrario, así lo afirmo. Crecerá el número de quienes os pidan cuentas, de aquéllos a quienes he contenido hasta ahora sin que vosotros lo advirtierais; serán más arduos cuanto más jóvenes y tanto más os exacerbaréis vosotros. En efecto, si creéis impedir, mediante ejecuciones, que alguien os reproche no vivir como es debido, no pensáis bien, pues tal modo de liberarse, ni es posible sin más, ni es noble; el más noble, como el más hacedero, es aquél otro, no coartar a los demás, sino antes bien prepararse uno mismo para ser tan excelente como posible. Esto quería vaticinaros a vosotros, los que me habéis condenado, antes de despedirme.

Con quienes votaron por mi absolución quisiera de buena gana discurrir sobre lo acontecido, mientras los magistrados se encuentra atareados todavía y aún no debo marcharme a donde llegado, es preciso que yo muera. Atendedme pues entre tanto, atenienses; nada impide que discurramos mientras nos sea dado hacerlo. Estoy dispuesto, como amigos míos que sois, a explicaros lo que me ha acontecido y qué pueda significar. Y bien, jueces –llamándoos jueces a vosotros creo expresarme con rigor – me ha acontecido algo extraordinario. La acostumbrada voz previsora, la de lo demoníaco, se hacía oír con mucha frecuencia y se oponía, aun en casos por demás triviales, cada vez que me encontraba a punto de obrar para mal mío. Hoy me ha sucedido lo que vosotros mismos podéis ver, lo que alguno, ciertamente, podría creer es el último de los males y que por tal es tenido. Sin embargo, el signo del dios no se opuso, ni esta mañana temprano, al salir de mi casa, ni al ascender aquí para comparecer ante el tribunal, ni un momento alguno de mi discurso, cuando quería decir algo. En otras oportunidades, empero, a menudo me detuvo mientras hablaba. Ahora en cambio, a propósito de todo este proceso, no se ha opuesto en ningún momento a que yo haga o diga algo. ¿A qué debo atribuirlo? Os lo diré: es probable que lo acontecido sea un bien para mí y que de ningún modo pensemos rectamente, si creemos que el morir es un mal. Para mí es una prueba decisiva de ello, pues no es posible que no se me opusiera el signo acostumbrado si no hubiera estado obrando, de algún modo, para bien mío.

Mas reflexionemos también del modo siguiente en qué medida hay fundadas esperanzas de que lo acontecido sea un bien. Pues una de dos es el morir: o bien el estar muerto es como no ser nada y no sentir nada, o bien, como se suele decir, la muerte es un cambio de estado y una migración del alma de este mundo a otro lugar. Y si no se siente nada, si la muerte es como un dormir en el cual no tenemos ni siquiera un sueño, entonces morir es ganar mucho. Pues yo creo, en efecto, que si alguno debiera elegir aquella noche en la cual durmió tan profundamente que no tuvo ni siquiera un sueño y, comparándola con las restantes noches y los restantes días de su vida, debiera decir, luego de examinarlo bien, cuántas noches y cuántos días de su vida vivió mejores y más agradables que aquella noche, durante toda su vida, creo que no ya un particular cualquiera, sino hasta el gran rey, encontraría que son muy fáciles de contar frente a sus restantes días y sus restantes noches. Si la muerte es pues algo así, digo que morir es ganar, pues entonces el tiempo todo no parece ser más largo que una sola noche. Mas si la muerte, en el otro sentido, es como un migrar de este mundo a otro lugar, y es verdad lo que suele decirse, que allí están todos los muertos, ¿Cuál bien sería, jueces, superior a éste? Pues si alguno, llegado al Hades, liberado de éstos que se dicen sus jueces, encontrara a los verdaderos jueces dispensadores de justicia, de quienes también se dice que allí hacen justicia, Minos, Radamante, Éaco, Triptolemo y cuantos semidioses fueron justos durante su vida, ¿acaso no valdría la pena una tal migración? Y aparte de eso, poder tratar con Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero, ¿cuánto daría más de uno de vosotros a cambio de eso? Yo al menos estoy dispuesto a morir muchas veces, si eso es verdad. A más de que, especialmente para mí, sería maravilloso solaz allí, cuando encontrara a Palamedes, a Aiax hijo de Telamón, o a otros de quienes en tiempos antiguos murieron por una decisión injusta, comparar mi caso con los suyos –como bien lo creo, no dejaría de ser grato – y lo que en verdad es más importante, pasar mis días examinando e indagando a los de allá, quién de ellos es sabio y quién cree serlo pero no lo es, ¿qué daría uno, jueces, por poder examinar así a quien condujo la gran expedición contra Troya o bien a Ulises o a Sísifo, y a muchos más que uno podría nombrar, hombres y mujeres? Cultivar el trato de los de allá, dialogar con ellos y examinarlos, ¿No sería una indecible felicidad? En todo caso, sabemos que allí no matan a nadie por ese motivo. Pues no sólo son de todos modos más felices que nosotros, sino también inmortales por el resto del tiempo, al menos si lo que se dice es verdad.

Mas es menester que también vosotros, jueces, cifréis buena esperanza a propósito de la muerte y que tengáis esto como una verdad: que ningún mal debe temer el hombre bueno, ni en la vida, ni después de la muerte, y que los dioses no se despreocupan de su suerte. Tampoco mi caso ha sucedido a la ventura. Para mí resulta claro, por el contrario, que era mejor morir ahora y verme liberado de trabajos. De ahí que el signo no me haya detenido en ningún momento y que tampoco yo guarde rencor a quienes votaron por mi condena ni a mis acusadores. Sin embargo, no me condenaron ni me acusaron con esta intención, sino creyendo hacerme un daño; esto es lo que en ellos resulta censurable. Tanto como esto les pido, sin embargo: en mis hijos, cuando crezcan, tomaos venganza, mortificándolos de mismo modo como yo os mortificaba, si os parecen preocuparse de riquezas o de otra cosa antes que de la virtud. Y si se creen ser algo sin serlo, reprochádselo como yo os reprochaba a vosotros, porque no se preocupan de lo que es debido y creen ser algo sin mérito ninguno. Si hacéis esto, habré recibido de vosotros lo que merezco, tanto yo como mis hijos. Mas ya es tiempo de marcharse; yo para morir, vosotros para vivir. Quién de nosotros lleva la mejor parte, nadie lo sabe, excepto el dios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario