martes, 21 de junio de 2011

La Política en Aristóteles

Introducción a la Filosofía y a las Ciencias Sociales
Cátedra I



LA POLÍTICA EN ARISTÓTELES


Dr. Jorge R. De Miguel



La política como actividad moral
Coincidente con su posición filosófica general, que presenta a la realidad con una estructura teleológica, Aristóteles concibe a la política como una actividad humana consagrada a una determinada finalidad. También Platón había organizado la polis ideal de modo que todas sus partes tendieran a la realización de la idea de justicia. Sin embargo, ésta poseía un status independiente de las ciudades y de los hombres que la componen. Obraba como un modelo universal que atraía “desde fuera” a la realidad política particular, sin que las circunstancias por las que las asociaciones humanas atraviesan pudieran modificarla. En la visión aristotélica, en cambio, la justicia y otras virtudes se encuentran dentro de la propia naturaleza sociable del hombre. Son una excelencia (areté), una perfección de ella, que es dable a nuestra razón conocer y realizar. Vale decir, la naturaleza humana, como la de todos los seres, contiene en sí la posibilidad de su perfección, por lo que vivir virtuosamente implica la progresiva realización de la misma.
Siendo que la justicia es, para Aristóteles, la virtud ética suprema, sólo puede ser alcanzada en la convivencia humana. Precisamente, que el hombre sea un ser naturalmente sociable supone que no puede realizarse como un individuo aislado; esta última condición, afirma Aristóteles, sólo puede darse en alguien que, por ser un dios o un ser degradado, no posea la calidad humana racional. Así, por el solo hecho de vivir, naturalmente, sin que medie ningún acuerdo o pacto, como sostenían algunos sofistas, los hombres nos asociamos para realizar nuestros fines. De allí que Aristóteles defina al hombre como un “animal político”, un ser destinado a convivir con otros en la polis, la ciudad-Estado.
Esta definición muestra, por un lado, la jerarquía que la política tiene entre las actividades humanas, y, por otro, una pauta acerca de qué tipo de asociación es necesaria para nuestro perfeccionamiento como hombres. No cualquier existencia en común con semejantes constituye una vida política. También los animales conviven entre sí, pero no desarrollan una vida política, pues ésta no puede fundarse donde sólo predomina la irracionalidad de los sentidos. Muchas de las especies animales viven agrupadas, pero el hombre es sociable en grado sumo, más aún que las abejas, sostiene Aristóteles, por el motivo de que la naturaleza nos ha dotado de la palabra. La palabra es la expresión de la razón, no tan solo, una simple voz o una emisión de sonidos. Los animales se sirven de ciertos sonidos para comunicar sus necesidades y sentimientos. Pero en el hombre se trata de algo más: la palabra humana es el instrumento que nos permite manifestarnos acerca del bien y el mal, de lo justo e injusto. Dado que la especie humana es la única que posee el sentido de lo bueno y lo malo, la razón y la palabra nos son esenciales. Adviértase que el lenguaje, a diferencia de los sofistas, no aparece como una herramienta de persuasión, sino que es parte constitutiva de nuestra naturaleza moral.
La vida política, por ende, sólo es posible para el hombre, ya que la polis es el ámbito más propicio para desenvolver lo que es propio del alma humana, la razón. Por ser esta facultad racional exclusivamente humana, constituye nuestra perfección y nos marca nuestra finalidad específica. En otras palabras, la polis es la asociación más adecuada para que la naturaleza humana pueda realizarse. En consecuencia, la política, según Aristóteles, es esencialmente una actividad moral; es el modo natural por el cual los hombres alcanzan su realización como tales. Ello implica que la política no se agota en la lucha de facciones por el poder y en la persecución de intereses particulares, aspectos que cierta sofística había defendido, sino que representa un cauce natural de nuestra condición ética y, por tanto, una dimensión necesaria para que la especie humana se perfeccione en la búsqueda del bien que le es propio. Esta premisa básica está contenida en las palabras iniciales de Aristóteles en la Política:
“Toda ciudad es una comunidad, y toda comunidad se forma en vista de algún bien, puesto que los hombres siempre actúan mirando a lo que les parece bueno. Todas las comunidades tienden a un bien de cierta especie. El más importante de todos los bienes debe ser el objeto de la comunidad principal, de aquélla que encierra a todas las demás, y a la cual se llama ciudad o comunidad política.” (Política, Lib. I, cap. I)
El bien al que alude Aristóteles es el que corresponde a la naturaleza humana, dada la específica constitución de su alma, en la cual, la facultad racional dirige sobre las funciones vegetativa y sensitiva, que compartimos con las plantas y los animales. Por lo tanto, es un bien genérico, atribuible a nuestra calidad de hombres y que debe ser distinguido de los demás bienes que orientan las distintas actividades humanas. Así, el médico busca la salud; el militar, la victoria; el economista, la riqueza. Pero todos ellos son bienes propios o particulares, que, aún cuando aportan al bienestar de la ciudad, no pueden constituirse en los fines del conjunto social. De modo que nos desarrollamos plenamente cuando tendemos a realizar dicho fin supremo, que se presenta como una suerte de unidad superior de todos los fines particulares. Tal fin supremo es llamado por Aristóteles felicidad. En vista de su jerarquía, la felicidad es el fin de la asociación más elevada que puede alcanzar el hombre: la polis. A su vez, el conocimiento de la política, aquello que es preciso saber para conducir al conjunto hacia el bien supremo humano, la ciencia política, se convierte en la ciencia práctica fundamental, abarcadora del resto del saber práctico ó social, incluida la ética misma y otras disciplinas particulares, como la economía y el Derecho.
Naturaleza y finalidad de la polis
Por lo dicho, el hombre es un ser político, puesto que su vocación natural es la convivencia con otros. Cabe preguntarse si dicha vocación no podría satisfacerse en el seno de otras agrupaciones que no fueran la polis, vale decir, la familia, el vecindario, el pueblo o la pequeña comunidad local. La respuesta que da Aristóteles es que ninguna de ellas, aún siendo necesarias, es una organización autosuficiente. Sólo la polis está en condiciones de atender todas las necesidades de bienestar, protección y vida moral que las agrupaciones menores no satisfacen plenamente. Aristóteles nos presenta a la ciudad, entonces, como un gran organismo, una totalidad naturalmente superior a las partes que lo componen, sean ellas familias o pueblos, las cuales tienen como fin la realización del bien común de aquélla. La polis existe, pues, de un modo natural: aunque en un estadio primitivo el hombre vivía en pequeñas comunidades o aldeas, y, aparentemente, no se requerían asociaciones mayores, la aparición de la ciudad es la culminación del proceso por el cual realizamos nuestra esencia social. Con palabras de Aristóteles:
“La naturaleza de una cosa es precisamente su fin, y lo que es cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento es su naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo o de una familia. Este destino de los seres es para los mismos el primero de los bienes, y bastarse a sí mismos es, a la vez, un fin y una felicidad”. (Política, Lib. I, cap. I)
Como en toda sustancia o cosa, también en el hombre el desarrollo de lo que le es propio por naturaleza es su fin. En ello consiste la virtud de cada ser, en su realización como tal. Por su condición específica, la virtud humana supone el desarrollo de la actividad racional. El bien supremo buscado por todos los hombres, la felicidad, consistirá, entonces, en el ejercicio de tal virtud. La política aristotélica se apoya en estas premisas ya desarrolladas en la ética, de la cual puede decirse que es una continuación y un complemento. De allí que la misión de la polis no sea solamente asegurar la existencia material de sus miembros, ni la defensa, ni garantizar los derechos individuales, objetivos que la sofística resaltaba. Todas ellas, afirma Aristóteles, son condiciones preliminares e indispensables, pero aún cuando se hayan satisfecho, la ciudad no existe todavía. La polis es algo más que una vida en común organizada, en especial, si se cree que ella está al servicio de la realización de los fines particulares de los individuos y las familias. Es una asociación para el logro de la felicidad general por el camino de la virtud, de manera que sus miembros alcancen una existencia completa que se baste a sí misma. (Política, Lib. III, cap. V) La finalidad suprema de la actividad política es, pues, la vida buena, no tan solo una comunidad de intereses particulares, sino una coexistencia ética a la que somos empujados por nuestra naturaleza.

La estructura social de la polis
En la medida que la polis aristotélica está concebida como una totalidad orgánica, su orden es el resultado de las funciones que cumplen sus partes. En ello se fundamenta la desigualdad social entre los individuos que la componen. La primera distinción que presenta Aristóteles es entre esclavos y libres. A su entender, la misma se justifica en que la naturaleza ha creado seres para mandar y seres para obedecer. Los primeros están dotados para un uso pleno de la razón y, por ende, son capaces de ejercer la libertad. Los esclavos, en cambio, sólo disponen de sus facultades corporales, y, si bien no les es dado razonar, pueden comprender las razones de otro y ejecutar órdenes. La esclavitud es natural y, por tanto, una condición inmodificable. No se le escapa a Aristóteles la inserción económica del esclavo: éste es un instrumento de la producción de bienes para la subsistencia, una mano de obra insustituible en la época. La condición degradada del esclavo es más notoria aún si se toma en cuenta que la ética aristotélica exige la capacidad racional como requisito para la realización humana. Los esclavos, negados en su estatuto de hombres completos, cumplen una función en la polis, pero sin integrarla realmente. La calidad de ciudadano sólo está reservada a los hombres libres, quienes disfrutan de los derechos políticos, esto es, deliberan sobre los asuntos comunes a toda la ciudad en la asamblea pública y desempeñan las tareas de jueces y gobernantes. No obstante, en la república perfecta, sostiene Aristóteles, los ciudadanos no deben desarrollar tareas productivas ni comerciales, a las cuales se destinarán los artesanos, agricultores y demás trabajadores, por ser labores contrarias a la virtud y que restan el tiempo necesario para ocuparse de la cosa pública. Si bien todos los hombres libres pueden ser ciudadanos, lo ideal sería que, con miras a jerarquizar la política, los trabajadores fueran excluidos de tal condición por estar demasiado cerca del interés particular.
Esta discriminación ya estaba presente en la polis ideal platónica. Tanto Aristóteles como su maestro no hacen más que confirmar la exclusión de muchos grupos sociales, como esclavos, productores y extranjeros, de la vida política en las ciudades griegas. Aún cuando esta doctrina resulte reprochable a la luz de la cultura política contemporánea, cabe hacer notar que, por ejemplo, el recurso a la naturaleza como fundamento buscaba quitarle justificación al hecho de que los hombres se transformaran en esclavos por una decisión política, sea por medio de las leyes o de la conquista por la guerra de otros pueblos.
El gobierno y la ley
Aristóteles distingue las formas de gobierno o de constitución en función del interés perseguido. Así, considera formas puras a las que atienden el interés general y formas impuras a las que se orientan por intereses particulares. A las primeras las denomina monarquía, aristocracia y democracia, según si el poder está concentrado en una sola persona, en una minoría o se trata del gobierno de la mayoría de los ciudadanos. A su vez, tales formas se transforman en impuras cuando se gobierna atendiendo a los intereses de quienes detentan el poder. Surgen la tiranía, la oligarquía y la demagogia.
Para discernir los tipos de constituciones según el interés defendido, Aristóteles pone de manifiesto las diferencias entre el poder político y el poder doméstico o privado. Este último se lleva a cabo en el ámbito del hogar. Allí el poder del señor sobre el esclavo procura, primordialmente, la utilidad del señor, esto es, de quien ejerce el poder. Se desarrolla además otro tipo de dominio, cual es el del padre sobre esposa e hijos, que persigue, en cambio, el bienestar de los administrados. Pero el poder del gobernante difiere sustancialmente del privado en que se ejerce sobre ciudadanos libres e iguales. Por lo tanto, el dominio político adquiere sentido si a través de él se busca el interés general, que no puede ser alcanzado por los individuos por sí mismos. Cuando la constitución se corrompe y la autoridad política se ejerce en beneficio personal de los gobernantes, se aproxima al poder del señor sobre el esclavo, lo cual contradice la naturaleza de la polis. Por otro lado, en las formas puras de gobierno los intereses sectoriales quedan subordinados al interés general. Esto es así aún cuando los regímenes impuros podrían reivindicar algún interés particular legítimo en nombre del cual gobiernan. El tirano puede hacerlo por la necesidad de un poder fuerte en la ciudad, o por su prestigio y su honor; la oligarquía puede defender las apetencias de los ricos que se creen amenazados en sus propiedades; la demagogia puede justificarse en la protección de los pobres y sus deseos de igualación. Pero en todos estos casos, observa Aristóteles, determinados derechos particulares, que necesariamente son relativos, se elevan a la calidad de absolutos. El prestigio, la fuerza, la riqueza y la igualdad material deben ceder, a su juicio, ante el fin último de la polis, la felicidad general por el camino de la virtud.
Aristóteles rechaza la idea de un monarca absoluto, del tipo del rey filósofo platónico. Se inclina, más bien, por una aristocracia de la virtud como mejor forma de gobierno. Sin embargo, en cualquier tipo de régimen, destaca el papel moderador que ejerce la ley. La soberanía, sostiene, debe pertenecer a las “leyes fundadas en la razón”, y no a los gobernantes, quienes sólo pueden ejercerla en aquellos puntos en que la norma legal no ha dispuesto nada, en virtud de la imposibilidad de precisar en un estatuto general todos los casos particulares. A su juicio, el peligro mayor es hacer soberanos a un rey o a un grupo de individuos, dado que los poderosos se suelen dejar arrastrar por las pasiones y la corrupción. En cambio, la ley es “la razón desprovista de pasión”; es impasible, mientras que toda alma humana es necesariamente apasionada. De modo que, para obtener la justicia, bien supremo en la polis, es preciso optar por el término medio que representa la ley. (Política, Lib. III, caps. VI, X y XI) En suma, también para Aristóteles la ciudad justa debe ser gobernada por la razón, pero, a diferencia del Platón de la República, la ciencia del gobierno reside más en la perfección y el equilibrio de la obra legislativa que en la mente de un rey sabio.

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