sábado, 15 de septiembre de 2012

El Yo y el Nosotros


Publicado en Diario Pregón, San Salvador de Jujuy, el 01/03/92
Autor: Dr. Rubén Vasconi

Durante los siglos XVIII y XIX se configuraron, en el pensamiento europeo, dos grandes concepciones de la sociedad y la política de las cuales sigue viviendo el mundo contemporáneo.

John Locke, Kant, Rousseau y los iluministas franceses, entre otros, inspirados todos en el giro impreso a la filosofía por Descartes, elaboraron los axiomas fundamentales del liberalismo que toma como principio de la vida social el ideal de la autonomía del sujeto libre.
En el siglo siguiente, Hegel primero y después, desde una óptica algo diferente, Marx, desarrollaron otra idea de sociedad, fundada ahora, no en el principio de la autonomía del yo sino de la solidaridad del nosotros.
Ambas concepciones, dominando ya una ya la otra, pero siempre en áspero conflicto, siguen vigentes. En la base de cada una de ellas encontramos una idea diametralmente opuesta del hombre.
El objeto de este artículo será presentar los supuestos básicos de cada una de estas visiones. No voy a referirme en detalle a las ideas particulares de los autores. Los tomaré, en general, como grandes concepciones del hombre y la vida social y me detendré en aquellos aspectos de su pensamiento que siguen teniendo real significación ahora para nosotros.

1.- SER YO Y PERTENECER
Partiremos, para comprenderlos, de una doble evidencia, accesible a todos en la vida cotidiana. Cada uno de nosotros se siente a sí mismo como un yo, un individuo con nombre propio y por lo tanto, distinto de los demás. Pero, al mismo tiempo, cada uno de nosotros, siente que pertenece a su familia, a su patria, a su grupo profesional o ideológico y sobre la base de esta evidencia puede decir: nosotros (nosotros los docentes, nosotros los argentinos, nosotros los…).
Tenemos la evidencia de ser yo y en cuanto tal, distinto de los otros y como distinto, distante, ya que el ser yo me fuerza a la soledad, pero esta soledad es la condición de mi libertad. Cortando todos los lazos que me atan al prójimo me hago dueño de mi vida de la que puedo disponer a mi antojo.
El sentimiento de pertenencia, en cambio, saca a luz el carácter comunitario de mi ser y este nosotros al que pertenezco se me revela como un hogar acogedor que me protege aunque al mismo tiempo me ata porque me compromete. Como miembro de esta comunidad encuentro la seguridad pero al mismo tiempo mi libertad ha disminuido. Perteneciendo a  mi familia, a mi patria, a mi grupo, estoy atado por lazos de lealtad, ya no dispongo a mi antojo de mi vida. La seguridad del nosotros acogedor ha suplantado la libre soledad del yo.
Pero ambas, ser yo y pertenecer son evidencias. Ambas aparecen como dimensiones insuprimibles aunque contrapuestas de nuestro ser. Y, en cuanto contrapuestas, cabía la posibilidad de afincarse en una de ellas como la que expresa nuestro ser más profundo y considerar la opuesta como superficial o como engaño que oculta nuestra verdadera realidad.
Así, se abren dos concepciones radicalmente opuestas del hombre. Para una de ellas, ser hombre es ser un yo, sujeto autónomo que se realiza afirmando su individualidad y su distancia frente a los demás. Para la otra, el ser profundo del hombre lo constituye su pertenencia a la comunidad en que se encuentra inserto y se realiza mediante la solidaridad con los demás. No es el yo sino el nosotros comunitario el verdadero ser del hombre.
Cada una de estas concepciones tiene importantes consecuencias concernientes a la naturaleza de la vida social, al papel del estado y la función de la ley, al sujeto de la historia y a la política en general.
Veremos ahora, con algún detenimiento cada una de estas concepciones empezando por la que llamaremos iluminista o liberal.

2.- SER HOMBRE ES SER YO
Para la concepción iluminista liberal ser hombre es ser un yo. Esta idea resulta en principio muy simple y familiar para todos nosotros: ser hombre es ser, ante todo, un sujeto individual. Pero esta idea que ha dominado el nacimiento del mundo moderno, recién se formula claramente a partir de Descartes.
Descartes inicia su reflexión buscando una certeza absolutamente indubitable. Prescindiendo de todo lo dudoso arriba al final a la certeza buscada: el mundo en general y los otros hombres, la sociedad, podrían ser un mero sueño, pero que yo, en tanto pienso, existo, esto es absolutamente seguro.
Cada uno se autoafirma de este modo como una realidad totalmente cierta, segura, indubitable.
Pero Descartes sigue más adelante, Cada uno tiene no sólo la certeza de su propia existencia sino que sólo posee un conocimiento directo de sí mismo. Con el cartesianismo se inicia una concepción dualista del hombre que también se ha convertido en familiar y por eso parece algo evidente. Hay en el hombre un exterior (el cuerpo) y un interior (el alma) constituido por mis pensamientos, sentimientos, deseos, intenciones. Lo que yo capto del otro y lo que el otro conoce de mi es este exterior, es decir, no lo que yo pienso sino lo que digo, no lo que quiero, temo o deseo sino los gestos que realizo. Y lo mismo me ocurre a mí con los demás.
Por tanto, si no sé con certeza lo que el otro piensa, siente o quiere, ¿puedo confiar en él? Y si mi verdadero ser está oculto, ¿puede alguien confiar en mí?
Ligar profundamente y de por vida mi existencia a la del otro (casarse, por ejemplo) es un acto totalmente imprudente porque representa entregarme a quien no puedo saber con certeza qué pretende.
El hombre prudente sólo confía en aquél a quien conoce con certeza y éste es sólo él mismo. Cada uno, confiando sólo en sí mismo, cuenta consigo mismo y, en consecuencia, sólo se interesa por sí mismo manteniendo a los demás a prudente distancia, como seres potencialmente peligrosos porque, en tanto desconocidos, no puede en ellos confiar.
Este hombre prudente, solitario, distante y autosuficiente, se convierte en el ideal que debe realizar la educación. Con estas palabras caracterizaba Rousseau el fin a que apuntaba su proyecto educativo: “queremos formar un hombre que vea con sus ojos, sienta por su corazón y no le guíe otra autoridad que no sea su propia razón”. Y Kant, una generación más tarde, definía de este modo su ideal al que llama “el hombre ilustrado”, un hombre capaz de pensar por sí mismo sin depender de la tutela de los demás.
Distante, seguro de sí mismo, autosuficiente y solitario es este hombre un ser autónomo, un ser que tiene en sí mismo su propio centro y por lo tanto, un ser libre.
Pero nos vemos forzados a convivir con los demás, ¿en qué podremos fundar esta convivencia? Sólo en un contrato. La base de la vida social es el contrato social. Y no puede ser de otro modo ya que no puedo confiar en los demás. Recordemos que el contrato, con todas las precauciones que éste implica (firme aquí, dos testigos, el escribano) lo realizo precisamente con aquellos en quienes no confío y para ponerme a resguardo de cualquier traición.
Detengámonos un poco en esta idea de contrato social presente en toda la filosofía política de comienzos de la modernidad. Tomo como ejemplo el pensamiento de John Locke tal como se expresa en su “Ensayo sobre el gobierno civil”.
Empieza Locke por describir la forma originaria de la vida humana, el llamado estado de naturaleza, previo a la constitución de la sociedad civil (leyes, estado, gobierno, jueces, policía).
Los hombres vivían originariamente aislados, como seres autosuficientes, gozando cada uno de una total libertad. Poseían, en este estado, un conjunto de derechos que son anteriores a toda ley humana (derechos naturales) tales como el derecho a la vida, la libertad o el derecho a la propiedad de todo aquello que sea producto de nuestro trabajo.
Ahora bien, aunque el hombre en el estado de naturaleza poseía todos estos derechos, el goce de los mismo era siempre precario, expuesto al peligro de ser conculcado por otro más fuerte que él.
Tomemos, a título de ejemplo, el derecho de propiedad. Si bien es mío todo lo que con mi trabajo haya producido –esta mesa, por ejemplo- en el estado de naturaleza me veo forzado a cuidar constantemente mi propiedad y expuesto siempre al peligro de que, en un descuido otro me la arrebate.
Estos inconvenientes inducen a los hombres a constituir mediante un contrato entre ellos, la sociedad civil: estado, ley, magistrados. Sin duda, en esta nueva situación, mi libertad, antes ilimitada se ve disminuida pero a cambio de este sacrificio recibo la seguridad de gozar con más tranquilidad de mi propiedad. Ahora puedo dejar mi casa: la ley garantiza mi propiedad y la policía, los jueces y el gobierno se encargan de cuidar que no me sea arrebatada.
Observemos lo siguiente: la sociedad civil es un invento, un artefacto, un instrumento fabricado para que cada uno de nosotros goce con más seguridad de sus derechos. Los individuos no están al servicio de la sociedad civil sino la sociedad civil al servicio de los individuos. Y, naturalmente, si este instrumento se revela poco útil o nos pide más de lo que nos da, rescindimos el contrato y retornamos al estado de naturaleza.
Los individuos no pertenecen  a la sociedad sino que la sociedad les pertenece a los individuos, como un instrumento útil para llevar una vida más cómoda. La sociedad, como mero instrumento, no tiene nada de venerable. No es una patria que nos convoca y por la cual pudiéramos estar dispuestos a ofrendar la vida. El sacrificio patriótico es tan absurdo como si yo diese mi vida, me sacrificase o venerase mi automóvil. Es lógico que lo cuide, lo engrase o le haga las reparaciones necesarias porque sólo bajo esas condiciones será un instrumento útil para mis viajes. Pero si me da más trabajo que provecho, lo más razonable es que me desprenda de él.
Hay, por último, una tensión constante entre el interés del individuo y el interés del estado, A cambio de los servicios que éste me brinda me exige cierto aporte (sacrificio de mi libertad ilimitada, impuesto y cargas). Es fácil que en este juego de intereses el estado exija más de lo que estoy dispuesto a darle. El individuo siempre desconfía del estado, lo vigila y controla y su íntima convicción es que “hay que achicar el estado” para que la autonomía del yo libre pueda desplegarse plenamente.
En esta concepción liberal la función fundamental de la ley consiste en proteger la libertad individual, no resguardar la unidad y solidaridad social. Porque, además, no es la solidaridad sino el conflicto el que promueve el progreso y con él la plena realización del hombre y el bien de la humanidad.
La modernidad naciente estableció una estrecha conexión entre egoísmo, competencia y progreso. En un pequeño trabajo sobre la marcha de la historia intenta Kant responder a la pregunta acerca de cual es el motor del progreso humano.
Propone como respuesta que la naturaleza ha colocado en la profundo del hombre un par de tendencias contrarias pero inseparables: los hombres actúan movidos por una insociable-sociabilidad. Por un lado tienden a vincularse entre sí y por este lado son sociables pero lo hacen con vistas a aprovecharse uno del otro, tratando de emplearlo en provecho propio. Y, ¿cómo hacer para poder servirme de los demás y evitar que ellos me exploten en su beneficio? El único camino posible consiste en ser superior a los otros.
Esta lucha de todos contra todos en la que cada uno no busca más que su interés personal y egoísta nos fuerza a cada uno a superarnos para poder superar a los demás. Así, es el egoísmo y no la solidaridad lo que ha generado el progreso humano.
Esta idea según la cual la búsqueda del provecho individual y la lucha que de ello resulta promueve el progreso aparece como una ideología que baña todo el siglo XVII.
Así, Adam Smith considera esta lucha como motor del progreso económico y fuente de la riqueza de las naciones. Cada empresario no pretende otra cosa que aumentar al máximo sus ganancias. Ahora bien, para lograrlo, debe desplazar a los competidores pero esto lo fuerza a producir más, mejor y más barato que ellos. Desde luego, los competidores, movidos por idéntico afán se ven forzados a hacer lo mismo y el resultado será que en la sociedad habrá cada vez más mercancías, mejores y más baratas.
Darwin, más adelante, aplica la idea al terreno de la biología. Si la evolución biológica conduce al surgimiento de especies cada vez más perfectas, esto se debe a que en la base de la evolución hay una “lucha por la vida” donde “sobrevive el más apto”. La lucha de los intereses egoístas genera en todas partes el progreso.
En consecuencia, este progreso no resulta de que nosotros trabajemos solidariamente con vistas a un bien común sino, paradójicamente de que cada uno se interesa nada más que por sí mismo, por su provecho y su bienestar. Si no fuese por este profundo egoísmo enclavado en el corazón del hombre, seguiríamos todavía en la edad de piedra. Intentar aquietar el egoísmo, exaltar la solidaridad y la fraternidad entre los hombres es cegar la fuente de donde brota todo lo valioso que la humanidad ha producido.
Volvamos ahora a la tarea de la ley y en última instancia de la constitución de la sociedad civil. Esta constitución no expresa, como después se dirá, el espíritu del pueblo. Es como un código de tránsito: establece ciertas normas destinadas a evitar choques y accidentes innecesarios pero no nos fija la meta hacia donde ir.
Cada uno elige sus fines en función de sus intereses y se dirige a la búsqueda de su propio provecho. La función de la ley se limita a garantizar esta libertad y los derechos de cada uno a buscar su bienestar. La tarea del estado se reduce a fijar las normas de tránsito para que haya carreras entre los hombres pero el menor número de accidentes.

3.- EL NOSOTROS Y LA SOLIDARIDAD
Pasemos ahora a la segunda perspectiva, donde lo que se acentúa es la solidaridad y la pertenencia comenzando por algunas reflexiones de Hegel acerca de relación entre el yo individual y la sociedad.
Para Hegel, es una fantasía carente de todo fundamento la idea de un supuesto estado de naturaleza al que sigue un contrato que da origen a la sociedad civil. El hombre no nace como una subjetividad solitaria en medio del bosque sino como miembro de una familia. Ésta es la primera institución social a que pertenece. Y nacer en el seno de una familia significa nacer en una comunidad histórica, compartiendo una lengua, una religión, un estilo de vida.
Después de haber sido criado y educado en la familia, ingresa en lo que Hegel llama la sociedad civil. Aquí sí se acentúa la autonomía del sujeto individual. La sociedad civil es el mundo del trabajo en que vivimos los adultos, movido cada uno por su propio interés y entrando en conflicto con los demás. Este momento de la vida humana es el que el individualismo ha privilegiado unilateralmente.
Hegel, en cambio, marca inmediatamente que esta autonomía de los individuos es en gran parte ilusoria. La búsqueda de mis objetivos me exige contar con los demás (no podría estudiar si no hubiese empresas dedicadas a editar y vender libros, por ejemplo). Esto crea una red de dependencias recíprocas que Hegel denomina el sistema de las necesidades (no puedo satisfacer mis necesidades ni lograr mis fines sino dentro de esta red de relaciones sociales). Pero, además, mis objetivos en la vida nunca son exclusivamente individuales sino compartidos por algunos otros miembros del mundo social y esto nos fuerza a los individuos a reunirnos en grupos, corporaciones, para defender nuestros intereses sectoriales. Así, la supuesta autonomía del sujeto libre se ve inmediatamente contrapesada por el entrelazamiento de su existencia con los otros miembros de la comunidad de que forma parte. Por último, toda esta trama de relaciones sociales dentro de la cual se realiza la vida humana termina para Hegel cerrándose en el estado que articula toda la vida social.
¿Por qué atribuye Hegel tanta importancia al estado? La respuesta debemos buscarla volviendo a preguntar ¿qué soy yo? Antes habíamos dicho: mi ser profundo es ser un individuo cuyo nombre es Rubén Vasconi. Ahora la respuesta es muy diferente: mi ser profundo es mi ser argentino, el pueblo al que pertenezco. La individualidad no es más que una particularización superficial de este ser profundo. 
El verdadero ser del hombre se identifica, por tanto, con el ser del pueblo al que pertenece, pueblo que se expresa y toma conciencia de sí a través del estado. Pero entonces, el interés profundo del individuo y el interés del estado son el mismo: si mi ser profundo es ser argentino la plenitud de mi existencia se identifica con la grandeza nacional. 
De aquí resultan un gran número de consecuencias. Consideremos algunas de ellas:
a.- Si un obra valiosa (una obra de arte, por ejemplo) debe surgir de lo profundo de mi ser, esta obra no expresará mi individualidad sino el espíritu del pueblo a que pertenezco. El verdadero autor de un conjunto de valses, nocturnos y mazurcas que firmó Federico Chopin es el pueblo polaco. Federico Chopin no es más que un hombre de particular sensibilidad a través del cual canta Polonia.
b.- Si mi ser profundo es el pueblo a que pertenezco, es éste un ser compartido con todos aquellos con quienes convivo. Animados por el mismo “espíritu del pueblo” compartimos creencias, ilusiones, esperanzas, sentimientos. Hay entre nosotros una profunda identidad. El otro no es más una subjetividad misteriosa y cerrada en sí misma sino un ser idéntico a mí. Esta profunda identidad de ser sustenta la recíproca confianza y solidaridad.
c.- Si nuestro ser profundo es nuestro ser nacional y el estado expresa este ser, el estado envuelve toda nuestra vida. Aquí no se trata de “achicar el estado” sino más bien de agrandarlo hasta hacerlo omnipresente.
Consideremos, por ejemplo, la tarea de la educación. Ésta consiste en imbuir a las nuevas generaciones del “espíritu del pueblo” induciéndolas a participar de esa vida comunitaria. De este modo se lleva al individuo a encontrarse consigo mismo, con su ser verdadero, su ser nacional.
d.- La constitución y la ley no son, por su parte, reglas exteriores de tránsito. A través de ellas se expresa y se vuelve conciente el “espíritu del pueblo”, lo que en el fondo todos nosotros somos. En la obediencia a la ley, en la participación en las instituciones, el individuo no se aliena en algo exterior sino que se encuentra consigo mismo.
e.- Todo esto traerá como consecuencia que el patriotismo sea la virtud fundamental y toda obra valiosa será una obra patriótica, un arte o una filosofía nacional, por ejemplo, que contribuirán a la grandeza del pueblo. En la entrega y el sacrificio por su pueblo el individuo no se pierde sino que se encuentra con lo que verdaderamente es.
f.- La libertad no es la autonomía del yo solitario sino el encuentro consigo mismo  participando del destino de la comunidad histórica a la que todos nosotros pertenecemos.
Esta comunidad es, para Hegel, de orientación nacionalista, el pueblo. Para Marx, en cambio, es la clase internacional, pero la idea del hombre es la misma. El ser profundo del hombre es la clase a que pertenece, es el ser burgués o proletario. Por eso habrá para el marxismo, antes que un arte o una filosofía nacional, un arte o una filosofía burguesa o proletaria. El nosotros que constituye nuestro ser más profundo es la clase a que pertenecemos.
g.- Por último, en estas visiones es también la lucha el motor del progreso histórico pero ya no es más la lucha entre individuos sino entre comunidades; enfrentamientos de los pueblos, para Hegel o de las clases internacionales, según Marx.
En síntesis: el ser profundo del hombre no es el ser yo sino el nosotros constituido por aquella comunidad a que pertenece.

4.- CONCLUSIONES
Habíamos partido de que hallábamos en el hombre la doble evidencia de ser yo y de pertenecer.
El desarrollo de cada una de ellas nos ha llevado a dos visiones contrapuestas del hombre, la sociedad, la ley, la educación.
¿Cómo elegir entre ellas? No es fácil, porque ambas se fundan en un dato evidente. 
¿Será posible articularlas de algún modo? ¿Será posible reunirlas?.
Después de un fuerte desarrollo de un pensamiento que exaltaba la solidaridad y el espíritu comunitario hoy se han puesto de modo los temas liberales: achicar el estado, desregulación, privatización, valor de la competencia como motor del progreso, frente a solidaridad.
Este giro en el pensamiento parecer tener un carácter mundial. También en el campo de la filosofía, los llamados “posmodernos” son hiperindividualistas liberales cuya idea sería la de una sociedad dispersa, carente de centro, que promueve como valor supremo el reconocimiento de las diferencias. El auge de estas ideas ha permitido a un pensador como Francis Fukuyama proclamar que ha llegado el fin de la historia signado por el triunfo avasallador del capitalismo liberal.
Pero no hay ninguna seguridad de que sea así. El pensamiento comunitario, fundado en la evidencia de la pertenencia, expresa una dimensión real de nuestro ser. Lo más razonable es esperar en cualquier momento su renacimiento.
¿No expresará esta oscilación un aspecto más de este carácter esencialmente conflictivo y problemático de la realidad humana?
¿No se siente acaso el hombre siempre dividido entre espíritu y materia, razón y pasión, autonomía y participación, ser un yo o un nosotros?
¿Encontraremos algún día una vía media que concilie estas tensiones?
Por ahora, me parece, seguimos condenados a oscilar.-

No hay comentarios:

Publicar un comentario