sábado, 11 de junio de 2011

Apología de Sócrates por Jenofonte

Jenofonte. Apología de Sócrates.
Trad. J. García Bacca.
Fondo de Cultura Económica. México.

Versión española de la Apología de Sócrates.
           
            De entre los hechos de Sócrates, una hay que me parece digno de particular memoria: cómo decidió defenderse de la acusación que se le hacía, y cómo dar término a su vida.
            Verdad es que otros han escrito ya sobre este punto; y todos acertaron a describir la alteza de sus palabras, lo que demuestra que, en efecto, Sócrates habló así en parecidas circunstancias.
            Empero no han puesto suficientemente en claro el convencimiento que tenía Sócrates de que le era ya preferible morir a vivir, y por esto pudiera tal vez parecer insensata la alteza de sus palabras.
            Con todo, Hermógenes, hijo de Hipónico y amigo de Sócrates, nos ha dado respecto de este punto detalles que muestran que la alteza de sus palabras concordaba perfectamente con la de sus pensamientos.
            En efecto: contaba que, oyéndole tratar toda suerte de asuntos menos de su proceso, le dijo: “¿No deberías, Sócrates, pensar en tu defensa?”; y que Sócrates le contestó: “¿Pero no te parece que me haya ocupado de ella toda la vida?”.
            Y preguntándole Hermógenes de qué manera, respondió: “Viviendo sin cometer injusticia alguna; medio este a mis ojos el mejor para preparar mi defensa”. Mas habiéndole replicado Hermógenes: “Pero ¿no ves que los tribunales de Atenas según como haya sido la defensa, han hecho perecer frecuentemente a inocentes, y absuelto, con no menos frecuencia a culpables, si las palabras de la defensa movieron su compasión o adularon sus oídos?”.
            “Pero por Júpiter”, contestó Sócrates, “dos veces he intentado preparar una apología, mas mi demonio se me ha opuesto”.
            A lo cual Hermógenes le replicó: “¡Cosas de admirar dices!”.
            Y a su vez Sócrates: “¿Por qué sorprenderte si la divinidad juzga que me es ya más provechoso dejar la vida en estos momentos? ¿No sabes que no ha habido hasta el presente hombre que me gane a haberla pasado mejor que yo?  Porque noto muy bien, y es en verdad dulce pensamiento, que he vivido toda mi vida en piedad y en justicia; de manera que, admirándome por ello de mí mismo, he descubierto que mis habituales tenían de mi la misma opinión; pero al presente, si continúo progresando en edad, sé muy bien que tendré que pagar el tributo de la vejez; se debilitará mi vista, oiré peor, disminuirá mi inteligencia y olvidaré más deprisa de lo que aprenda. Y si me doy cuenta de esta pérdida de mis facultades, si llego a desagradarme de mí mismo, ¿cómo podré ya encontrar placer en vivir?”.
            “Y pudiera ser”, continuó diciendo, “que el Dios me conceda por benevolencia suya, como don especial, dar fin a mi vida no solamente en el momento más oportuno, sino de la manera menos penosa.
            Porque si se me condena ahora, es claro que me será lícito terminarla con aquella especie de muerte que los que de esta cuestión se han ocupado juzgan ser la más llevadera, la que molesta menos a los amigos y es causa, por el cotnrario, de más se sentidos recuerdos.
            Que, en verdad, cuando no se deja en el ánimo de los asistentes imagen alguna penosa y desagradable, cuando uno se extingue con cuerpo rebosante aún de salud y alma capaz todavía de tiernas afecciones, ¿cómo no ser causa necesario de sentidos recuerdos?
            Así que con razón los dioses me han disuadido de preparar un discurso, a pesar de que vosotros creáis que debiera por todos los medios buscar los de librarme; porque, si lo hubiera hecho, hubiese por cierto tenido que resolverme, en vez de terminar ahora mi vida, a morir atormentado por enfermedades o por la vejez, sobre la que se echan todas las dolencias, y esto con total privación de alegrías.
            Así que, por Júpiter, Hermógenes, no quiero ni siquiera pensarlo; pero si exponiendo libremente todo lo bello que de hombres y dioses creo haber recibido, además de la opinión que de mí tengo formada, me vuelvo odioso a los jueces, prefiero morir a mendigar servilmente la vida y hacer que se me otorgue una vida mucho peor que la muerte”.           
            Y según estas sus ideas, dijo Hermógenes, cuando sus enemigos le acusaron de no reconocer los Dioses reconocidos por la Ciudad, sino de introducir otros demonios nuevos, y de pervertir a los jóvenes, se adelantó y dijo: “Varones, lo que sobre todo me ha sorprendido en Méleto es que haya podido pensar que no admito yo los Dioses de la Ciudad tiene por tales, cuando todos me han podido ver sacrificando en las fiestas solemnes y en los altares públicos, y lo ha podido ver Méleto mismo, si lo hubiera querido.
            En cuanto a eso de que introduzco demonios nuevos, ¿cómo deducirlo de que me parece oír en mí una voz que me indica lo que debo de hacer? Porque los que se sirven de las voces de las aves y de las palabras de los hombres, como de oráculos, se guían evidentemente por voces. Nadie puede negar que el trueno sea una voz, y aún oráculo mayor que todos los de aves. Y ¿no se manifiesta la voluntad del Dios por medio de la sacerdotisa de Pithos, sentada en su trípode? Pues bien: digo yo, y lo dicen y piensan todos, que ese Dios tiene el conocimiento del futuro y que lo revela a quien él quiere. Sólo que unos llaman a esto augurios, voces, símbolos, presagios, y yo lo llamo demonio; y al llamarlo así pienso declararlo con mayor verdad y respeto que los de aquellos que adscriben a las aves el poder de los dioses.
            Y la prueba de que yo no miento contra Dios es ésta: siempre que he anunciado a muchos de mis amigos los designios del Dios, jamás se me ha cogido en mentira”.
            Y al oír semejantes palabras, se levantó un murmullo entre los jueces, unos desconfiando de lo que decía, otros con celos por la preferencia que con él tenían los dioses.
            Pero Sócrates continuó diciendo: “Pues oíd aún otras cosas a fin de que quienes desearen tengan otro motivo para no creer en los favores con que me honran los dioses. Preguntó un día Querefón acerca de mí y en presencia de muchas personas al oráculo de Delfos; y Apolo le confesó que no había hombre más libre, justo y sensato que yo.
            A estas palabras, y como era de esperarse, los jueces se alborotaron mucho más; y Sócrates, tomando una vez más la palabra, dijo: “Y no obstante, varones, el Dios dijo en oráculos acerca de Licurgo, el legislador de los Lacedemonios, mayores cosas que sobre mí. Se dice, en efecto, que en el momento de entrar Licurgo en el templo, exclamó: “no sé si he de llamarte hombre o dios”.
Pues a mí no me comparó el oráculo con dios alguno; solamente dijo que supero en mucho a los demás hombres. No creáis, con todo, demasiado a la ligera este oráculo del Dios, sino examinad detalladamente lo que dice el Dios. ¿Conocéis hombre alguno menos siervo que yo de los apetitos del cuerpo, alguno más independiente que yo, que de nadie recibo ni dones ni salario? Y ¿a quiénes razonablemente podríais considerar por más justo que a quien está tan contento con su fortuna presente que jamás siente necesidad de lo que a los demás pertenece?
            Y en cuanto a la sabiduría, ¿cómo se podría equitativamente colocar a algún otro sobre mí, quien, desde el momento mismo en que comencé a comprender la lengua de los hombres, jamás he cesado de investigar y aprender todo el bien que podía?
            Y la prueba de que mis trabajos no han sido estériles ¿no la veis evidentemente en las preferencias que gran número de conciudadanos y extranjeros, dados a la virtud, hacen de mí para acompañarse? Y ¿qué otro motivo, diremos, pudieran tener tantos y tantos, que saben soy pobre y aun demasiado pobre para corresponderles, al desear enviarme presentes? Y mientras que nadie puede decir que yo les haya pedido servicio alguno, ¿de dónde procede que tantas gentes confiesen deberme a mi reconocimiento? Y ¿cómo es que, mientras los otros compran caro, en el mercado, las cosas de su gusto, hallo yo manera de procurarme, sin gasto alguno los goces del alma, que son más puros que los de ellos? Y si en esto que acabo de decir nadie puede convencerme de mentira, ¿cómo no iba a tener derecho a la aprobación de dioses y de hombres?
            Y con todo, Méleto, dices tú que yo pervierto a los jóvenes. Todos sabemos sin duda en qué consiste la perversión de los jóvenes. Dime, pues, si conoces a uno solo al que yo haya vuelto de piadoso, impío; de moderado, violento; de reservado, pródigo; o que de sobrio haya llegado a ser borracho; de trabajador, perezoso, o esclavo de cualquier otra pasión desordenada”.
            - “Si, por cierto”, dijo Méleto. “Conozco más de uno a quien has pervertido de manera que confía en ti más que en sus propios padres”
            - “Convengo en ello”, contestó Sócrates, “en lo que concierne a su instrucción; porque saben que he meditado profundamente estos puntos. Mas cuando se trata de la salud, los hombres tienen también más confianza en los médicos que en sus padres; en las asambleas, todos los atenienses siguen la opinión de los que hablan con sabiduría más que la de los que están unidos con ellos por vínculos de parentesco. Que, en efecto, ni vosotros mismos escogéis por estrategas ante todo a vuestros padres y hermanos, por Júpiter, ni siquiera a vosotros mismos, sino a los que sabéis tienen mayor experiencia en cosas de guerra”
            - “Tal es la costumbre, Sócrates”, respondió Méleto, “y esta costumbre tiene su utilidad”.
            - “Pues bien”, replicó Sócrates, “¿no ha de parecer extraño el que en todas las demás clases de acciones y obras sean tenidos los mejores no sólo por iguales, sino aún por superiores a los demás, y que, con todo, yo, dotado de la superioridad que algunos me reconocen en lo referente al mayor bien del hombre, sea por este motivo perseguido por ti para pena capital?”.
            Es evidente que tanto Sócrates como aquellos de sus amigos que hablaron en defensa de el, dijeron a este propósito muchas otras cosas; pero yo no me he propuesto referir todos los detalles del proceso; me basta haber hecho ver que Sócrates daba la mayor importancia a la demostración de que él no había sido jamás impío para con los dioses, ni injusto para con los hombres; pero que no pensaba deber rebajarse con súplicas para escapar de la muerte; estaba, por el contrario, persuadido de que ya le había llegado el tiempo de morir.
            Y tales sentimientos se pusieron de manifiesto aún más, cuando el jurado hubo votado contra él.
            Porque, en primer lugar, invitado a fijar el mismo una pena, supletoria, rehusó fijar él mismo y no consintió que lo hicieran sus amigos. Díjoles más bien que fijarla sería declararse culpable.
            Después, cuando sus amigos quisieron sacarle clandestinamente de la prisión, se negó; y les preguntó en broma si sabían que hubiera fuera de la Ática algún lugar inaccesible para la muerte.
            Por fin: cuando estuvo ya dictada la sentencia dijo: “De seguro, varones, que quienes hayan enseñado a los testigos a perjurar, dando contra mi falso testimonio, y los que se hayan dejado sobornar, tienen, necesariamente, que sentirse culpables de grande impiedad y de no menor injusticia. Pero yo ¿por qué voy a tenerme en menos de lo que era antes de mi condenación, puesto que no se me ha convencido de que haya hecho algo de lo que se me acusa? Jamás se me ha visto ofreciendo sacrificios a otros dioses fuera de Júpiter, Juno y las demás deidades de su corte, ni he sacrificado a demonios nuevos; ni he jurado por ellos, ni por el nombre de ningún otro dios. En cuanto a los jóvenes, ¿será pervertirlos acostumbrarlos a la fortaleza y a la frugalidad? Y por lo que se refiere a esas acciones por las que la ley pronuncia sentencia de muerte, - como son profanación de templos, robo con perforación, venta de hombres libres, traición a la patria -, ni siquiera mis acusadores se han atrevido a decir que yo haya hecho jamás semejantes cosas.
            De manera que me pregunto, sorprendido, qué acción habéis podido encontrar en mí digna de muerte.
            Así que no padeciendo sino muerte injusta, no hay por qué baje yo mismo en mi estima; porque la vergüenza no recae sobre mí, sino sobre los que me han acusado.
            Me consuelo por lo demás con Palamedes, que murió de manera semejante a la mía. Y aún hoy en día se cantan en su honor himnos más magnificentes que a Ulises que injustamente le hizo perecer.
            Estoy seguro de que el porvenir, lo mismo que el pasado, reconocerán que nunca jamás hice mal alguno a nadie; que a nadie volví vicioso; que fui de gran provecho a los que frecuentaban mi trato, enseñándoles sin paga alguna lo que yo sabía de bueno”. Y después de haber hablado así, se salió, sin que con ningunas otras se pudieran refutar estas sus palabras. Sus ojos, su actitud, su paso, conservaron la misma serenidad.
            Mas como se apercibiese de que los que le acompañaban se deshacían en lágrimas, les dijo: “¿Qué es esto? ¿Por qué precisamente lloráis ahora? ¿No sabíais hace mucho tiempo que en el momento mismo del nacer pronunció la naturaleza me sentencia de muerte? Si yo muriera antes de tiempo, en medio de afluencia de bienes, fuera ello seguramente motivo de aflicción para mí y para los que me aman; pero si pongo fin a mi carrera, cuando no me esperan ya sino males, sólo habéis de ver en ello, es mi opinión, motivo de gozo para todos vosotros”.
            Estaba presente un tal Apolodoro, grandemente afecto a Sócrates, simple por lo demás, quien le dijo: “Sócrates, me es enteramente insoportable verte morir injustamente”. A lo cual, se dice, que Sócrates contestó, poniéndole suavemente la mano en la cabeza: “Pero, Apolodoro, ¿preferirías que muriese justamente a que muera injustamente?”.
            Y a la vez se sonreía.
            Cuéntase que dijo viendo pasa a Ányto: “Muy orgulloso va ese hombre, como si creyera haber hecho algo grande y bello matándome; y todo porque le dije un día que habiendo sido él honrado con las primeras magistraturas de la Ciudad, no estaba bien que su hijo se educara en el oficio de curtidor. El miserable”, continuó Sócrates diciendo, “parece ignora que sólo el que de nosotros dos haya pasado toda su vida haciendo cosas benéficas y honestas es el verdadero vencedor”.
            “Por lo demás”, añadió, “puesto que Homero atribuye a los héroes en el momento de su muerte conocimiento anticipado del porvenir, yo también quiero haceros una predicción.
            Me encontré en cierta ocasión y por breves instantes con el hijo de Ányto, y me pareció tener un alma no exenta de energía. Le predije, pues, que la condición, servil, en que su padre la había puesto no duraría; pero que, por falta de un guía esforzado, caería en cierta pasión vergonzosa y progresaría demasiado en maldad” Y al hablar así, Sócrates, no se engaño. El joven se dio al vino; no dejaba de beber ni de día ni de noche, y llegó por fin a ser incapaz de hacer nada útil en bien de la Ciudad, de sus amigos y de sí mismo. En cuanto a Ányto, la mala educación de su hijo, y su propia ignorancia, han hecho, puesto que ya no existe, que su memoria sea odiosa.
            En verdad Sócrates, por hablar de sí con tal alteza ante el tribunal, excitó sus envidias e hizo que los jueces estuvieran más dispuestos a condenarlo.
            Por mi parte creo que ha alcanzado un destino grato a los dioses, pues abandonó lo más duro de la vida y encontró la más fácil de las muertes.
            Demostró así la fortaleza de su espíritu, pues cuando se dio cuenta que para él era preferible morir a seguir viviendo, lo mismo no se opuso a los otros bienes de la vida, tampoco se acobardó frente a la muerte, sino que la aceptó y la recibió y la sufrió con alegría.
            Y así cuando reflexiono acerca de la sabiduría y nobleza de alma de este hombre, no puedo ya olvidarme de él y, recordándolo, de alabarlo.
            Y si se hubiere dado entre los hombres prendados por la virtud alguno que hubiera vivido con hombre más benéfico que Sócrates, lo consideraré como el más afortunado de los hombres.

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